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Los Panero, un fin de raza literario (I)

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Variante letraherida y astorgana de Los Monster, los Panero sirvieron de emblema propicio de la Transición española. Aquellos niños bien que aireaban los trapos sucios de la familia y se burlaban de su padre muerto simbolizaban a la perfección el asesinato freudiano de la dictadura, la caída estrepitosa de una época, el ajuste de cuentas con el pasado reciente de cuarenta largos y oscuros años de franquismo. Una nueva generación, algo pasada de drogas y literatura, escupía a la cara de sus padres sin el menor recato. La alegoría era demasiado fácil para ser puesta en cuestión aunque, como todo simbolismo, se amparase en la mitología.

El desencanto, el documental sobre la familia Panero dirigido por Jaime Chávarri y producido por Elías Querejeta, supuso un tremendo escándalo en el momento de su estreno, pocos meses después de la muerte de Franco. El morbo fue tal que se mantuvo en cartelera varios meses seguidos, al menos en Madrid y Barcelona, y se convirtió en foco de atención de los periodistas. Incluso los hermanos Panero llegaron a recibir cartas anónimas amenazadoras. Vistas ahora, tanto la película como la polémica resultan un poco ingenuas, diríamos que naïf con ciertos toques kitsch. Lo que entonces parecía una orgía irreverente de improperios y blasfemias ahora semeja un juego de niños comparado con cualquier reality show o programa del corazón de la sobremesa. La sociedad degenera (se curte o se envilece) y los escándalos de antaño son hoy una minucia cotidiana. Esto no impide que la sensación al ver la película siga siendo de extrañeza, una mezcla de incomodidad y fascinación, de melancolía y atracción decadente, que nos deja pensativos. Es inevitable: cuando una frase comienza con la expresión “a raíz de la feliz muerte de nuestro padre…” un escalofrío nos recorre el espinazo. Los muebles de la casa de Astorga, las fotos antiguas, ese pasado ilustre empañado por el polvo del tiempo, los coqueteos con la locura, las ruinas de Castrillo de las Piedras, la permanente sombra alargada de lo literario… Todo aporta su punto de belleza vacilante, efímera, quebradiza.

Decía Tolstoi al comienzo de Ana Karenina que todas las familias felices se parecen entre sí pero las infelices lo son cada una a su manera. No conocía el conde ruso a la familia Panero, que llegaría después para romper todos los moldes tomando el camino irreversible de la autodestrucción. “Todo lo que yo sé sobre el pasado, el futuro y, sobre todo, el presente de la familia Panero es que es la sordidez más puñetera que he visto en mi vida, que son todos una panda de memos, desde las tías a los famosos tatarabuelos” sentencia el hijo pequeño, que añade que los miembros de la rama paterna suelen ser gritones, tienen mal vino y están incapacitados para el trabajo. Locos, alcohólicos, drogadictos, poetas malditos, malditos poetas, esquizofrénicos, paranoicos… en la familia Panero no faltaba de nada. Lo mejor de cada casa. Quizá sólo echa uno de menos a una hipotética hermana Panero, de elegancia sofisticada como la madre y excéntrica como los hermanos, que seguramente nos habría enamorado a todos.

Más raros que un perro verde, los Panero componen un álbum familiar exquisito (con esa exquisitez inconsciente de los cadáveres surrealistas): una troupe inverosímil que juega al fin de raza astorgano, representando sus papeles estelares de manera contumaz, como si protagonizasen una tragedia griega. Más desmitificador fue, por su parte, el poeta Claudio Rodríguez, que en una carta a la madre concluyó: “Sois unos señoritos de Astorga y nada más”.

Un retrato de familia

Cinco son los personajes principales del drama:

1) Leopoldo Panero (1909-1962), el padre. El gran ausente, del que todos hablan (mal) sin que nadie lo defienda. Considerado el “poeta oficial del franquismo”, su obra ha caído en el olvido, aunque para algunos es el poeta más auténtico de la estirpe. Orteguiano, de izquierdas y vanguardista en sus comienzos, en su madurez se orientó hacia una poesía intimista de corte clásico, siguiendo la estela de Unamuno, Machado y Juan Ramón Jiménez. Dice Andrés Trapiello en su prólogo a la reedición de Escrito a cada instante (primer libro publicado por Panero, en 1949, por el que recibió el Premio Fastenrath de la Real Academia Española y el Premio Nacional de Literatura) que se trata de “un conjunto de poemas de hondísima raigambre religiosa y líricos hasta la exaltación romántica, de una dicción castellana y límpida que contrasta con cierto verborreísmo gongoroso, heredado de la degeneración de la generación del 27 (o de la generación de la degeneración del 27)”. El hombre del misterio, como lo llamaba Laín Entralgo, se movía por la vida con aires de diplomático inglés. Durante la guerra civil fue detenido por los nacionales, acusado de pertenecer al Socorro Rojo.

Amigo de César Vallejo, en la posguerra publicó un Canto personal en respuesta al Canto general de Pablo Neruda, irritado por los insultos que éste había dedicado a sus amigos Dámaso Alonso y Gerardo Diego (“hijos de perra, silenciosos cómplices del verdugo”). Escribió su airada respuesta a impulsos de ginebra en una terraza de la calle Narváez, viendo pasar los coches a través de unas gafas de sol. Ya muerto, sus hijos le llamaban el Conejo Blanco por el parecido de su sonrisa con la del personaje de Alicia en el País de las Maravillas. Su hermano Juan, que falleció en un accidente de tráfico en 1937, también era poeta.

Como dice en un precioso verso de su Epitafio, murió acribillado por los besos de sus hijos.

2) Felicidad Blanc (1913-1990), la madre. Altiva, elegante, sofisticada, clasista, con ciertos tics de malvada. Niña bien que paseaba por La Castellana (calle arriba, calle abajo, por la acera de la derecha y de la izquierda), esquiaba en la sierra y jugaba al hockey. Guapísima. Leopoldo Panero le dedicó unos versos y ella se enamoró… más de la poesía que del poeta. Presunta culpable de todas las desgracias de la familia a causa de su mitificación de la literatura, aunque afirmar eso sea una flagrante injusticia, pues todos le hicieron la puñeta. Cuando su hijo Leopoldo María le echa en cara en El desencanto que lo metiese en un sanatorio simplemente por fumar grifa, recuerda la frase antológica que dijo ella por teléfono a un familiar: “Lo peor no es que se haya suicidado, lo peor es que se droga”. Entonces interviene Michi para darle la puntilla: “Hay cosas muy asimilables dentro de tu cultura de literatura rusa y de amaneceres en Manuel Silvela, pero no asimilas que un señor se suicide o se drogue. Eso ya entra dentro del capítulo bata blanca”.

A veces parece Cruella de Vil o la bruja de Blancanieves, sobre todo cuando se ríe al recordar la muerte de unos perritos, a los que metió en una caja con agujeros que luego lanzó al río en presencia de sus hijos (“pensaba que el rato antes de matarlos iban más a gusto con la caja llena de agujeritos”, “es dulcificar los últimos momentos de un condenado a muerte”).

3) Juan Luis Panero (1942), el hermano mayor. Como personaje, resulta el menos agraciado e interesante de todos, a gran distancia del resto. Incluso cae un poco mal. Con acento mexicano y ademanes ridículos, va presentando sus fetiches en El desencanto, entre ellos un sombrero del Oeste, una navaja, varias fotos de escritores y la pluma de Agustín de Foxá. Poeta culturalista y metaliterario, es muy recomendable su Poesía completa (1968-1996), publicada por Tusquets. Si a Felipe Benítez Reyes le gusta tanto, por algo será.

4) Leopoldo María Panero (1948), el último poeta maldito. El más joven de los nueve novísimos. Se consideraba a sí mismo el pesanervios de Antonin Artaud. Ojos de mapache (hondonada sombría de las ojeras), boca abierta, descolgada, de babeante en tratamiento, cara de tortuga, andares de tortuga. Fuma compulsivamente y bebe coca-cola light. Panero, esa tortuga que fuma.

Este “señorito sablista de Astorga” (Jaime Gil de Biedma dixit) acabaría siendo devorado por su personaje. Desde pequeño ponía cara de trance y se decía inspirado; autodenominado “poetiso”, improvisaba discursos y declamaba versos ante las visitas de papá y mamá con voz campanuda. El que de niño se disfrazara de Capitán Marciales descubriría la figura de Verlaine y quizá no abandonaría nunca más el disfraz. Su gran ídolo sigue siendo Peter Pan, aunque en este caso el niño que no quiso crecer prefiriera encerrarse en un manicomio de por vida, en vez de exiliarse al País de Nunca Jamás: “Me he prohibido todas las emociones, porque sufriría mucho. Nadie quiere a un loco. Qué solos se quedan los locos…”. “Me veo monstruoso. Aplasto los cigarrillos en el suelo, como si fuesen niños”.

Unos lo consideran el poeta más grande de las últimas décadas; otros creen que es más personaje que autor. No se sabe dónde termina la ficción y dónde empieza la realidad, seguramente porque están solapadas. “Tan pronto estoy loco como estoy cuerdo”; “En definitiva ser loco o no ser loco es tener o no tener amigos”; “Sólo soy a ratos”; “Yo seré un monstruo, pero no estoy loco”. Leopoldo María se propuso ser un poeta maldito, el último de la historia, ejerciendo full time, como si se tratase de una profesión liberal cualquiera, y tuvo que apechugar con las consiguientes incomodidades o arideces: volverse loco, ir de manicomio en manicomio (recorriéndose toda la Península, hasta acabar en las islas Canarias), sufrir los estragos de la medicación, dejarse violar por otros enfermos por un paquete de tabaco, etc. Lo que se dice una vida bastante perra. Cuando se queja de que sus hermanos no van nunca a verle al psiquiátrico, conmueve realmente. Contagia la pena. “A Michi le quiero un poco, y a Juan Luis también le quiero un poco, pero en fin… Seis años sin que vengan por lo menos un día a traerme chocolatinas… Eso no se comprende, joé…”. Si a alguien le queda la duda de si está loco o se lo hace, basta con escuchar su risa para confirmar que sí, que está como una regadera. Desconfiado y conspiranoico, dice sufrir la persecución de la Familia Real y la CIA. Su Poesía completa (1970-2000), en edición de Túa Blesa y publicada por Visor, es uno de los libros fundamentales de la poesía española contemporánea.

5) Michi Panero (1951-2004), el hermano pequeño. También conocido como el hombre al que casi conoció Nacho Vegas. Irónico, agudo, entrañable, seductor, descreído, el más lúcido de todos, con esa inteligencia destilada del fracasado, con ese nihilismo atroz del que va coleccionando derrotas, con esa insolencia pesimista de quien ha visto la realidad más descarnada y no se pone tiritas, es, con diferencia, el que mejor nos cae de la familia. La idea de El desencanto la tuvo él, y fue él quien escribió el guión. Es él, por tanto, el creador del mito de Los Panero, aunque después lo detestase con todas sus fuerzas. Apuró las heces de la noche madrileña en la época de la Movida: se bebió hasta el agua de los floreros, después de fumarse todos los estancos y ligarse a las más guapas. Vivió sin dar palo al agua, fundiéndose la herencia. Es el único Panero que no quiso dedicarse a la literatura.

Así definía Leopoldo María a los tres hermanos: Juan Luis, el paranoico desagradable; Michi, el esquizofrénico encantador; y él, el chivo expiatorio de la familia (“me han convertido en el símbolo de todo lo que más detestaban de ellos mismos”).

Lo peor que se puede ser en la vida es coñazo”

En Después de tantos años, la segunda parte del documental, dirigida por Ricardo Franco en 1994, cuando ya había muerto la madre, Michi se destapa como un lúcido Cioran de la vida noctámbula y lo demuestra con lo que podríamos llamar sus “monólogos de la tragedia”:

— Cuando se pasa cierta edad ni siquiera hay tragedia; lo que te queda es a unos el alcohol, a otros la droga… Y la rutina.

— El recurso a la nostalgia es lo más fácil. Decimos que lo de antes era bonito, pero no lo era. Te lo inventas, quizá para ocultar que todo ha sido un fracaso, ni más ni menos. Ni era bonito entonces, ni es bonito ahora, y posiblemente sea mucho peor pasado mañana.

— La memoria es lo peor que hay: te recuerda que cada día eres más viejo, que cada día estás más cerca de la muerte. Te recuerda que te estás muriendo día a día… Qué profundo me pongo.

Canoso, renqueante, envejecido, esteta diletante, dandi en decadencia, aquejado de cirrosis y polineuritis crónica, pronunció el más agudo alegato que se ha escuchado contra la mitificación de la literatura:

— ¿No habíamos quedado en que la familia no existe? Pues que vayan ellos, que tanto les interesa la literatura. A mí no me interesa la literatura, ni la familia, ni ellos. Por este orden: me interesa mi perra, y punto, y sobrevivir mal que bien.

— Lo peor que se puede ser en este mundo es coñazo, y mis dos hermanos son un coñazo que me han torturado toda la santísima vida con la historia de la literatura y con sus personajes literarios… ¡Anda y que me dejen en paz!

— Y no te puedes poner literario, porque cuando estás en una cama de hospital y te dicen “pues mira, te vas a quedar paralítico”, por mucha literatura que le eches te vas a quedar paralítico.

Murió en 2004, tras una larga y penosa enfermedad. Lástima que no llegara a dictar sus memorias. Sus hermanos aún viven.

(Continúa)

 


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