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Channel: drogas – Jot Down Cultural Magazine
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Historias del narcofútbol

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Complejo de la Maré, Río de Janeiro, 2014. Fotografía: Ricardo Moraes / Cordon.

Hoy todo parece ser narco. De la fascinación por los mundos prohibidos del crimen organizado nacen, crecen y se multiplican libros, series y películas que retratan, básicamente, historia contemporánea. Más que una apócope, narco ya es un prefijo. Y si hay narcotráfico, narcoguerra, narcoestado, narcocultura, ¿cómo no iba a haber narcofútbol? Desde hace mucho el deporte más popular del mundo atrae a la cara B del capitalismo como pantalla para oscuras actividades, y desde ese ámbito se repiten los casos de traficantes metidos a empresarios futbolísticos o negociantes que se arriman al dinero sucio de quien lo quiere limpiar. Y ahí encontramos a Latinoamérica, génesis —en el sentido más ancho de la palabra— del narcotráfico, patria pionera de los negociados del fútbol moderno y, por encima de todo, paraíso de la pasión y el folclore que arrastra el deporte. En ese apetitoso cóctel, cada país ha seguido su idiosincrasia, como veremos en cinco fogonazos en ciudades donde la droga ligó con el fútbol, sin un patrón fijo, pero con un denominador común. En las favelas de Río, la Argentina y el México de hoy o la Colombia de los ochenta, penetra por las rendijas invisibles de la sociedad y en el fútbol se fortalece por su factor emocional, en una escena que ya conocemos: mientras el narco opera, millones de personas miran para otro lado con tal de que sus equipos ganen o simplemente su existencia mejore con solo ver un balón rodar.

1 Medellín: Las pachangas de La Catedral

Imagen: Relajaelcoco.

«Bueno, muchachos, aquí los partidos duran tres o cuatro horas, y sin descanso», dice Pablo Escobar sobre la cancha. «Solo hay dos cambios y si se empata, se define por penaltis», añade. Así lo cuenta su hermano Roberto en su libro biográfico, publicado lustros antes de que el Patrón se convirtiese en producto de entretenimiento transnacional. Cabe guardar cierta reserva sobre la exactitud de los diálogos, pero la narración sobre uno de los partidos que se jugaban en la prisión de La Catedral en 1991 es deliciosa: «En los primeros cincuenta minutos nos metieron tres goles. A la hora y media el partido ya estaba empatado. Tréllez nos metió el cuarto y Leonel el quinto. Faltando una media hora para terminar, empatamos. Mi hermano se hizo un golazo desde fuera de las 18» (yardas, desde fuera del área). Y así, con 5-5, se llegó al desempate: «Creo que aquí fue donde René nos ayudó, porque erró el penalti y se dejó meter el de mi hermano, que se lo envió fuerte al puro centro del arco. “Esto no lo ataja nadie”, dijo Pablo antes de tomar impulso». Como para discutirle.

Pongámonos en situación: del lado de «ellos», como dice Escobar, jugaban el portero (y amigo de la familia) René Higuita, encabezando una alineación de lujo del laureado Atlético Nacional: Leonel Álvarez (que, como René Higuita, enseguida recalaría en el Valladolid), el malogrado Andrés Escobar (sin relación con Pablo, y asesinado en circunstancias nunca aclaradas del todo después del Mundial 94, donde marcó el gol en propia meta que condenó a Colombia), Barrabás Gómez, Chonto Herrera y John Jairo Tréllez. Del otro lado, un all stars del cártel de Medellín: Pablo Escobar, diestro pero tirado a la izquierda, un extremo a pierna cambiada. Jugaba, regateaba, disparaba sin pensar, al modo del clásico gordito hábil de barrio. Detrás, una medular de quitar el hipo, formada por sus sicarios: Popeye, Angelito, Misil y Mugre. Formaba en la defensa el propio Roberto «Osito» Escobar, por delante de un portero de garantías: era uno de los guardias de La Catedral.

Aunque lo parezca por el nombre, La Catedral no era Wembley, tampoco San Mamés. Y aunque oficialmente fuese una prisión, en realidad era más bien una finca con alambrado en derredor, una cárcel de cartón piedra adonde se hizo llevar Pablo Escobar junto a su gente en 1991, cuando consiguió garantizar que no se le extraditara a Estados Unidos, y en el momento en que se multiplicaban los frentes de sus guerras (contra el cártel de Cali, contra el Estado y, como enseguida se comprobó, contra gente de su confianza). Así que siguió un plan por orden de importancia: compró un terreno, adecuó el recinto a sus necesidades —suites en vez de celdas, lujos en vez de rejas, una Virgen de las Mercedes, un telescopio para controlar quién sabe qué— y, cuando tuvo todo eso, montó un campo de tierra y se puso a jugar al fútbol con estrellas.

Las pachangas eran la continuación lógica de una vida siempre relacionada con el deporte. En los años previos al estallido de la narcoguerra, cuando construía e inauguraba a bombo y platillo canchas en los barrios carentes de Medellín; en el cénit de su imperio, con su decisiva influencia —o la de su dinero caliente— en el Atlético Nacional, construyendo un equipazo comandado por Pacho Maturana, con la columna vertebral Higuita-Escobar-Leonel Álvarez-Palomo Usuriaga, y que llegó a ganar la Copa Libertadores (equivalente a la Copa de Europa) en 1989, eso sí, con los rivales escoltados por tanques y sospechas de influencia sobre los árbitros. De hecho, ese año murió asesinado el colegiado Álvaro Ortega, crimen atribuido a sicarios de Escobar. El Patrón era un loquito del fútbol, pero entendía los colores con la rareza de un daltónico. Su mediático sicario Popeye lo llegó a equiparar a una sandía: «Pablo era verde fuera y rojo por dentro». Eso quiere decir que era hincha de Independiente de Medellín (de rojo) pero el club donde se metió de lleno fue Atlético Nacional (verde).

Y además de tocar el cielo con el fútbol de élite, al Patrón le quedaban sus pachangas. Las había jugado en la Hacienda Nápoles y las repetía, por qué no, en su cárcel privada. En una entrevista en 2012, el exjugador de Independiente Óscar Pareja contó su experiencia una tarde en La Catedral con el otro equipo de Medellín. Pareja aseguró que la gente del cártel los trató muy bien, pero en un lance el mismísimo Pablo Escobar le dijo al defensa Carlos Álvarez: «No me pegues patadas o te quedas aquí con nosotros». El alambre. La fina línea entre la tragedia y la comedia. El puro chiste que parece el fútbol en medio de la guerra si no se tienen en cuenta los muertos.

2 Cali: La lista Clinton apaga la Mechita

Imagen: Relajaelcoco.

A finales de noviembre de 2016, América de Cali, uno de los grandes clubs de Colombia, volvió a primera división tras cinco años. Los jugadores festejaron, la hinchada miró para arriba tratando de explicar cómo habían llegado hasta ahí.

Unos meses antes, en enero de 2016, una pancarta se desplegó en un estadio de Miami: «Muchas gracias, don Miguel Rodríguez», grandes letras negras sobre tela blanca. Don Miguel es Rodríguez Orejuela, uno de los hermanos responsables del cártel de Cali. Y el escenario y contendientes no podían ser más significativos: la Mechita, como se conoce al América, se enfrentaba a Nacional de Medellín en un estadio de Miami, en la misma Florida donde está encerrado desde hace once años el destinatario de la pancarta, que lanzaba un múltiple desafío: a Estados Unidos, incapaces de entender cómo alguien mandaba un mensaje de apoyo a un criminal confeso; a Colombia, atónita por una imagen tan explícita como una pesadilla rediviva; y al propio América, club controlado durante décadas por Orejuela. El Señor, como se le conoce, purga pena de treinta años junto a su hermano Gilberto tras haber confesado la importación a Estados Unidos de doscientas mil toneladas de cocaína entre 1990 y 2002, casi nada. Y eso sin tocar los blancos ochenta, cuando eran responsables, según estimaciones de la DEA, de traficar con el ochenta por ciento de la cocaína que llegaba a Estados Unidos. Fue justo cuando América de Cali se hizo grande: campeón colombiano cinco años consecutivos, entre 1982 y 1986, y jugó la final de la Copa Libertadores en tres ocasiones también consecutivas, entre el 85 y el 87. En los noventa llegarían otros tres torneos y en el nuevo siglo, aún otros cuatro.

Pero cuando al capo Orejuela le cayó la primera condena en Colombia, el América siguió la azarosa suerte de su mecenas: en 1996 —año en que llegó de nuevo, y la perdió, a la final de la Copa Libertadores— la Oficina de Control de Bienes Extranjeros de Estados Unidos incluyó al club en la llamada Lista Clinton, que inmoviliza bienes de entidades relacionadas con el narcotráfico, las castiga con embargos, congela cuentas y bloquea transacciones: una cárcel financiera para combatir el lavado de dinero. El castigo fue haciendo mella año a año en el club, especialmente cuando se quedó sin poder fichar y sin patrocinadores. Seguía en la élite, pero su futuro era negro. La realidad le dio el bofetón final en 2011, cuando el América se precipitó al descenso después de seis décadas en primera. En 2013, con el club limpio, Estados Unidos lo sacó de la lista Clinton, en un acto festivo, con embajador norteamericano incluido. Y solo ahora ascendió, de ahí las miradas al cielo y los festejos.

Pero cualquiera dirá: ¿y cómo es que no ganó la Libertadores teniendo dinero y poder de intimidación a su alcance? Una de dos, o se infravalora el fútbol o se sobreestima la mano humana en el deporte, por más que esta sea enorme y cruel. Quizás así se entienda que el hijo de Miguel Orejuela, William, que manejó el América durante muchos años, haya dicho que ya no le gusta el fútbol. Según dijo, ahora, tras pasar por las cárceles norteamericanas, es aficionado al fútbol americano.

3 Río de Janeiro: Maracaná en la favela

Imagen: Relajaelcoco.

Un sábado de noviembre de 2016 una fundación europea intentaba hacer un evento de formación deportiva infantil en el complejo de la Maré, uno de los más grandes y peligrosos de Río de Janeiro. Como en otras ocasiones, habían conseguido negociar con las bandas de narcotraficantes, con un vecino notable como mediador, para que durante unas horas cesasen los tiroteos entre facciones para poder desarrollar el acto. Como ocurre en otras favelas, en la lucha por un territorio un grupo se aposta en los tejados de una calle, el rival en los de enfrente, y se fríen a tiros. En la Maré esa línea de fuego, que llaman «Franja de Gaza», queda justo junto al campo de fútbol. Y ese día no se pudieron contener en la rutina de tiros durante horas, como pudimos comprobar in situ. Había sido una semana dura en Río, con quince muertos en varias operaciones policiales, incluido un helicóptero patrulla caído sobre Ciudad de Dios. Son escenas de una guerra que nunca se acaba, aunque lo parezca, y que ha marcado la cotidianeidad de las favelas, en la que se incluye el fútbol, unido a los barrios humildes mucho antes que la llegada del narcotráfico.

En Río, en Brasil, no existen cárteles como en otros países latinoamericanos, sino grupos atomizados que dominan territorios ejerciendo un poder paralelo al Estado, tan lejano, tan desconocido. Esos territorios se llaman favelas, y en algunas de ellas hoy la realidad se reduce a las frases tristemente redondas de algunos de sus habitantes: «Si preguntas a un adolescente de aquí lo que sueña ser, te dirá: futbolista, sambista o jefe del narcótrafico». Así se lo decía Anderson Nascimento a la periodista de Al Jazeera Flora Charner en 2014, que en un reportaje dejó al descubierto las flexibles y dolorosas distancias que hay dentro de la misma ciudad. Aquel año se jugó el Mundial de fútbol en el estadio Maracaná y se criticó que el precio de las entradas convirtiese el deporte más popular en una festichola de élite, fuera del alcance de gente como Anderson.

En la favela de Vila Aliança, a unos kilómetros de Maracaná, se disputaba durante aquel Mundial una liga de fútbol de barrio. En ella destacaba el equipo del jefe local del narcotráfico. Cuando jugaban, los partidos se convertían en un escenario de película surrealista: once contra once en un campo, y alrededor de él, niños descalzos y armas largas en el mismo metro cuadrado, cervezas y bolsas de drogas al lado, en las mismas mesas de plástico de bar, samba y funk en los bafles y carne en la parrilla. Cada vez que el equipo marcaba un gol, una ráfaga de tiros de fusil al aire desde el cobertizo frente al campo donde el jefe narco festejaba con sus amigos, un palco presidencial sui generis. Los hinchas del barrio, como si nada. El éxito del equipo de los meninos, al fin y al cabo, era el éxito del barrio, pues gracias a ellos, que organizaban todo, la liga cobraba fama en la región. No era casualidad, allí había dinero: los equipos, que vestían relucientes réplicas oficiales de clubs y selecciones, pagaban una inscripción de trescientos dólares más un extra para pagar a árbitros semiprofesionales. Y quien ganaba se llevaba un premio de quince mil dólares entre vítores del público. No era el Mundial, pero no hacía falta: tenían su Maracaná en casa.

4 Ciudad Juárez: El fútbol como bálsamo

Imagen: Relajaelcoco.

Desde hace años se suceden las noticias que vinculan al fútbol mexicano con el narcotráfico, con acusaciones a ciertos empresarios futbolísticos de tener línea directa con cárteles colombianos —en los primeros 2000 así lo probó la fiscalía colombiana— y con los centroamericanos —el salvadoreño cártel de Texis, proveedor de los Zetas, el Sinaloa y el Golfo, se infiltró en el fútbol a través de su líder, el Chepe Diablo, dueño del club Metapán—. Más recientemente la prensa mexicana reveló vinculaciones del cártel de Juárez con clubs europeos a través de intermediarios. Ante todo ello, la misma reacción cansina: ninguna sorpresa.

Por eso, en la pasividad habitual, nadie levantó una ceja cuando en plena eclosión de la violencia en Ciudad Juárez apareció un hombre muerto relacionado con el fútbol. Nadie salvo un periodista estadounidense, que se fijó en la muerte de un asistente técnico del equipo de la ciudad con peor fama de México. Era 2009 y morían tres mil personas al año en Juárez, golpeada por la violencia como ninguna desde la guerra al narco proclamada por Rafael Calderón tres años antes. Ese periodista, Robert Andrew Powell, escribió un libro —This Love Is Not for Cowards— que radiografía aquellos años a través del equipo de la ciudad, los Indios, que tuvieron su momento de efímero esplendor durante el trienio negro de Juárez, bajo el control de un empresario residente del otro lado de la frontera, en El Paso, Texas.

Según cuenta Powell, el estadio —cómo no, llamado Benito Juárez— era un oasis de color, pasión y cerveza al aire durante dos horas cada quince días, un bálsamo amnésico para olvidar la realidad circundante. Pero el empresario terminó dejando deudas, escurriendo el bulto y dejando a los Indios al borde de la desaparición. Terminó el idilio del fútbol en la ciudad de los feminicidios, de los cadáveres colgando de los puentes, justo cuando el delirio de sangre en Juárez empezaba a remitir. En 2011 fue desafiliado del fútbol profesional mexicano. Lo curioso es que cuatro años después, con la ciudad mucho más tranquila, la ilusión por el fútbol volvió a resurgir con otro nombre. Se fundó el Juárez FC, los Bravos, enseguida convertidos en animadores de la segunda división.

Ahora el Juárez (el estadio y el club) vuelve a dar alegrías y pasión y cerveza al aire, pero como en una maldición, la ciudad ha regresado a la violencia descarnada y el fútbol sirve de interludio quincenal para el partido real que se libra en las calles, con la guerra interminable entre el cártel de Sinaloa y el de Juárez, otra vez con asesinatos diarios y las tropas del ejército patrullando de nuevo. En el futuro inmediato emergen los retos que plantea la presidencia de Donald Trump, el control del narcotráfico y el nivel de violencia. Pero lo único que parece dar árnica a Juárez, la Santa Teresa de Bolaño, sigue siendo el fútbol.

5 Rosario: Los Monos son los amos

Imagen: Relajaelcoco.

A inicios de 2016, un hombre llamado Ramón Machuca, Monchi, era entrevistado en televisión luciendo una barba postiza de carnaval, gorra y gafas de sol. El periodista le preguntaba sobre la vinculación del narcotráfico con el fútbol de la ciudad de Rosario, y Monchi contestaba sin elevar la voz, dueño de la situación, pero bajo esa grotesca imagen porque era líder de los Monos, el mayor grupo narco de Argentina, y porque era prófugo de la justicia. «¿Tiene una parte de los derechos de Ángel Correa?». «No, que me traigan algo firmado y lo demuestren. Lo que pasa es que tengo una amistad de siempre con el pibe». El caso de Correa, hoy en el Atlético de Madrid, fue el aviso definitivo de que, hubiese o no hubiese conexión, el fútbol y el narco se acercaban para bailar peligrosamente en la tercera ciudad más grande de Argentina. Por si fuera poco, en esa entrevista Machuca también dijo que era amigo de Banega y de Matías Messi, hermano del jugador del Barcelona: «Es que Rosario es chico». Pero lo preocupante no son las amistades de la noche y la farándula, sino el poder generado en los últimos años a una escala mucho mayor.

Los Monos son un clan que suena conocido en las historias familiares de narcos, con una matriarca (la Cele) en el altar edípico de tres hermanos, uno de ellos de crianza (el propio Monchi, ya preso) y dos de sangre: Ariel, también en la cárcel, y Claudio, asesinado. La muerte de este último, apodado Pájaro, desató la mayor guerra narco en Rosario y ayudó a despertar a las autoridades cuando vieron el calado de su figura: en el estadio de Rosario Central apareció una pancarta recordándolo («Pájaro Cantero presente»), y el barrio La Granada amaneció con un grafiti gigante con su cara, justo encima de un campo de fútbol que él mandó construir para los pibes de la humilde barriada. Historia repetida. Con líderes narcos en las paredes, a la altura de Messi y el Che Guevara, Rosario asiste con una dinámica clásica al ascenso del narco (tolerancia, resignación, una mirada al reloj y así son nuestros tiempos, qué se le va a hacer) y su inoculación en cada estrato de la sociedad. Por supuesto, también en el fútbol.

Argentina está lejos de ser México o Colombia en cuanto a institucionalización de bandas criminales o violencia extrema, pero el caso de Rosario ha llamado la atención sobre lo fácil que es caer en una espiral de sangre (más de quinientos muertos en tres años, cifras desconocidas en el país) y lo sencillo que es conectar fútbol y narcotráfico. Según estimaciones de la prensa local, los Monos llegaron a generar medio millón de dólares al mes en sus «búnkeres», puntos de venta de drogas. De ahí que «montasen una estructura que incluía la compra de bienes registrables, inmuebles, vehículos y derechos económicos sobre jugadores de fútbol a nombres de terceros». Así lo explicó la Unidad de Investigación Financiera argentina, que demandó a los hermanos detenidos y a otras veinte personas. Hoy esperan aún la fase oral del juicio. Entre ellos está Francisco Lapiana, un autodenominado «cazatalentos» que puso en el mercado, sí, a Banega y Correa. Lapiana, según el juez, era el encargado de «incorporar al circuito legal el dinero de los Monos». Lo que llamamos lavar dinero, vaya, siguiendo la lógica de la rueda del narco, que necesita meter dinero en negocios de alto flujo de caja para disimular sus ganancias.

O sea: hola, fútbol; adiós, fútbol.


Boy George: De Profundis

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Boy George, 1983. Foto: Cordon.

Cuando nací me envenenaron la cabeza. Me dijeron que peleara, pero no soy de esos. Decían que era un blando, pero no me importaba. Era el débil engañando a los ciegos. («If I Could Fly»)

Tubos de neón en la salita, mullets, baterías electrónicas, barcos de guerra ingleses tomando unos islote a trescientos kilómetros de Argentina por los ovarios de la Thatcher, arte «conceptual», más laca de la que puede soportar una capa de ozono, hombreras para llevar siete loros, loros Sanyo de diez kilos para llevar sobre los hombros, yuppies de Wall Street con corbatones de payaso, yuppies de Galicia con la cabeza barnizada de gomina, los pelotazos, y a enterrar la cabeza en montañitas de farlopa… Los ochenta y sus atentados éticos y estéticos merecen un bis en la Ley de Memoria Histórica, aunque, a diferencia de los crímenes franquistas, los crímenes de todas las movidas del mundo moderno (entonces) han sido debidamente pagados y cobrados. Unos pagaron con la muerte el exceso de estupefacientes y sexo sin protección, otros fueron enviados a las mazmorras del ostracismo, y todos nosotros, también culpables, como el que compra una radio robada, penamos nuestra debilidad ante la ignominia en el peregrinaje de los sábados por la tarde a Ikea, con el nene mayor demostrándonos su desprecio en cada monosílabo y la peque devorando una tras otra las sagas enteras de Peppa Pig, Dora la exploradora y La patrulla canina en el DVD del reposacabezas. Justo detrás de nuestra nuca, donde a algunos con algo más de suerte les pegan el tiro de gracia.

Llegué a la ciudad con la cabeza llena de sueños. La ciudad era segura, pero no estaba preparada para mí. («Wrong»)

Boy George, el verdadero protagonista de esta historia, pagó su ascenso a la iconografía ochentera con algo de muerte, todo el ostracismo y con la cárcel. Pero todavía queda trecho hasta llegar al penal de Pentonville y a su De Profundis particular. Quien eludió el sida, esquivó sobredosis como el gambitero que se quita de encima defensas numantinas y afrontó —a la fuerza ahorcan— el pozo de la vanidad superlativa vivida en el semiolvido merece atención al detalle y acaso una pizca de redención. Al fin y al cabo, los ochenta, él y todos nosotros somos hijos de la más pura tradición judeocristiana, y en este relato hay mesianismo, hay culpa, travesías por el desierto y una Sodoma en llamas.

Bien, queda lo suficientemente claro que nadie trazó vínculos demasiado sólidos con el pop FM de los ochenta. O eso es lo que dicen, lo que decimos, ahora que todo a nuestro alrededor es vintage y que abrazamos la mística del gastrobar y que todos somos Richard Avedon o Annie Leibovitz. Pero es indiferente lo que queramos hacer con el pasado. Él sigue, agazapado en las sombras, esperando el momento adecuado para recordarnos que todo aquello existió. Que los sintetizadores nos frieron el cerebro, que nos volvimos adictos a ellos, esclavos de ellos. Para cuando Boy George puso el pie en el primer peldaño de la escalinata hacia la fama mundial los sintes ya infestaban cada vinilo y cada casete, y si te llamabas Patrick Bateman cada CD y cada DAT también. Como los GIF animados en manos de un webmaster amateur veinte años después, todos los sintetizadores eran necesarios, muchos no eran suficientes. En ese orden de cosas Culture Club, la banda de George, perpetraron crímenes de lesa humanidad agitando una coctelera letal de soul, reggae y azúcar de colores. Entre 1982 y 1984 despacharon hasta catorce singles y colocaron la mitad en el podio de las radiofórmulas del mundo occidental, con asalto incluido a las listas americanas, poco amigas de albergar en las cúspides de sus pirámides a artistas británicos que no se llamasen Beatles, Rolling Stones o Led Zeppelin.

¿Cómo pudo salir todo tan mal? No era así en las revistas («Wrong»).

Si el ascenso de Culture Club fue meteórico, casi instantáneo, su autoinmolación se gestó a fuego lento, entre el egotrip y las adicciones de Boy y la relación de este con el batería Jon Moss. Las proverbiales bombas de relojería que se alojan en el seno de toda banda multiplatino. En 1986 el Club de la Cultura les explotaba en la cara, y cada mochuelo a su olivo. Como se puso de relieve cuando George, un año después, debutó en solitario, el mundo no les iba a echar de menos. Ser los reyes de una escena de usar y tirar tiene su riesgo. Todos, menos él, abandonaron los escenarios para dedicarse a tareas meramente pecuniarias dentro de la industria. Sin el «líder carismático», los restos de Culture Club no encontraron su lugar en el mundo, y Boy no era capaz de darles brillo —o maquillaje— a las canciones sin sus tres escuderos. De nuevo, la historia de siempre. Los lanzamientos del Karma Chameleon, a excepción hecha de algún sencillo a remolque de sus días de gloria, no volvieron a ver ni de lejos los primeros puestos de las listas de ventas. Lo intentó tratando de guardar la ropa y nadar en aguas similares a las de su exbanda (Sold, High Hat), probó a encajar en la escena electrónica escudado en el proyecto Jesus Loves You (The Martyr Mantras), e incluso se echó encima ropajes pseudorockeros (Cheapness and Beauty) cuando la chavalada grunge dominaba la tierra. Pero con cada lanzamiento era más evidente la absoluta desconexión entre el público y el ídolo caído. De High Hat, su segundo álbum en solitario, declaró que «sufrió una muerte lenta». Era un mal presagio, pero tremendamente certero. Todavía le quedaba la baza de la reunión. Hasta en tres ocasiones, entre 1998 y la actualidad, el barco de Culture Club hizo por salir a flote. Tras dos intentonas fallidas, incluyendo un amago de tour sin Boy al frente, los cuatro amigos entendieron que, efectivamente, «the war is stupid», y desde 2014 vienen jurando que esta vez sí que sí, aunque Tribes, el que será su primer disco de estudio en casi veinte años, no termina de encontrar la rampa de salida. Puede que en 2018.

Mis amigos dicen que soy maravilloso, pero es hora de afrontar la realidad («The Deal»).

Entre tanto a George no le ha quedado otra que vivir de las generosas rentas de Culture Club y bolos de DJ para la parroquia gay de Londres. Suficiente para cubrir vicios caros y minutas de abogados que le saquen las castañas del fuego si los vicios caros se le van de las manos. Aun así, en 2002, cuando ni siquiera Gran Bretaña esperaba nada de él, cuando las discográficas no estaban dispuestas a ponerle un estudio de grabación por delante, Boy llamó a filas al multiinstrumentista y productor Kevan Frost y juntos recapitularon temas de sus discos en solitario y aportaron alguna canción de nuevo cuño. En formato acústico, con los coros morenos de Sharlene Hector y algunos arreglos de cuerda como únicos aditivos, presentaron para quien quisiera escucharlo —casi nadie— U Can Never B2 Straight. La mutación unplugged y el buen tino a la hora de elegir las canciones a rescatar obraron lo que parecía imposible; que Boy George propusiera música apta para todos aquellos que huían de Boy George como del mismísimo Satanás. No solo eso, superado el shock inicial —¿De verdad estoy escuchando a Boy George?, ¿al puto Boy George?—, la experiencia se convierte en trastorno obsesivo-compulsivo. En especial el tramo central del álbum, donde autobiografía y penitencia se suceden y fusionan en la confesión de quien sabe que la ha cagado. Una y otra vez. Y otra más. Y otra. Pequeñas joyas de pop y soul blanquito para el más honesto e implacable sumario de errores, torpezas y desengaños que ningún ángel caído del pop ha grabado nunca. El del artista que puso una tonelada de pintalabios y rimmel entre el público y la procesión que le campaba por dentro. El relato de la biopsia emocional que ni Ricky Martin ni George Michael tuvieron ganas o narices de escribir. Demasiado gay incluso para sus compañeros gays. Pero Boy, fracasado en cuanto tiene que ver con las relaciones interpersonales, nefasto gestor del disparate de la fama, acierta en U Can Never B2 Straight a sincerarse, asume su calamidad y su fragilidad. Acaso iban de la mano. Cada canción está dedicada a un amor perdido, a amigos que se perdieron o a marginados que preferirían perderse. Es aquí donde, por sorpresa, nace lo que debería ser el legado musical y personal de Boy George, lo que Boy de verdad tenía que contarle al mundo, aunque para cuando se encerró con su lugarteniente Frost a dar forma a sus «obras selectas» en el estudio el mundo estuviera poco dispuesto a prestarle atención. Su mejor disco, la mejor colección de canciones de la que ha sido capaz, no trascenderá. Así se escribe la historia. La escribe quien gana. Y el joven andrógino que cantaba «Do you really want to hurt me?» gana siempre a este hombre de mediana edad que a duras penas logra conservar algo de aquella androginia detrás del sobrepeso, las ojeras y la alopecia.

Puedo oír la voz de mi padre. Oigo su risa en el viento, diciendo: «Chaval, nunca llegarás a nada». Tenía razón, nunca seré nada («Wrong»).

George O’Dowd nació con las cartas marcadas; con ese no sé qué que muy pocos tienen pero que todos anhelan. Y estos últimos son legión, y les toca ver los toros desde la barrera e idolatrar a los Boy George de la vida, que no solo tienen el don especial sino la vocación de entregárselo a las masas. Boy, desde luego, lo tenía. Fue famoso antes de ser famoso; deambulaba por la escena punk londinense de finales de los setenta engalanado con puras celebraciones del travestismo. Puras declaraciones de intenciones; aquí estamos mi homosexualidad y yo y nadie puede hacer nada por evitarlo. Aunque algunos lo intentaran y Boy, su maquillaje y sus galas de príncipe de los suburbios tuvieran que verse más de una vez esprintando Támesis arriba (o abajo) delante de una turba de skinheads.

No importaba. George estaba a dos castañuelas electrónicas de abandonar el Principado del Todo Londres y convertirse en la reina de todas las reinas. Pero eso, el travestismo, los millones de discos de blue-eyed soul vendidos, las portadas de las revistas, no significaban nada para un recio irlandés como don Jeremiah O’Dowd, padre de la criatura. Como tantos de su generación, la ética de trabajo de Jeremiah no pasaba por subirse a un escenario «disfrazado» como una dama de la noche; ni hacerse rico a base de música afeminada era lo que el pater familias entendía por «te ganarás el pan con el sudor de tu frente». Así que, sí, Jeremiah tenía razón; en esa escala de valores, su hijo nunca llegó a nada.

Puedo oír la voz de mi madre. Oigo su llanto en el viento, diciendo: «Boy, mi niño, eres capaz de cualquier cosa» («Wrong»).

Mamá era más indulgente. Las madres suelen serlo. Y a menudo coquetean con la clarividencia. En el documental 1970s Save Me From Suburbia, Dinah O’Dowd se sienta al lado de George para repasar la vida de este chico. Su juicio no es severo, no hay rencores en su mirada, apenas algún reproche soterrado y disculpado por la mala cabeza del chaval. Sí hay un poso de tristeza en su gesto, incluso en las sonrisas que dedica a su retoño. La pena de quien ha asistido, casi siempre desde la distancia, y eso duele más, al derrumbe de ese hijo que, sin lugar a dudas, tenía el potencial para hacer cualquier cosa que se propusiera. Boy lo hizo. Boy brilló como las estrellas más rutilantes de su generación. Fue, durante los quince minutos de rigor, tan grande como todos aquellos semidioses que moraban en las paredes de su habitación de Eltham. Bowie, Bolan, Iggy, Siouxsie, Patti, Ferry… Greñudos e invertidos todos ellos para papá O’Dowd; los gustos extravagantes del niño para mamá O’Dowd.

Esta droga te va a matar, querido. Esto no es vida. Este dragón que perseguimos («If I Could Fly»).

Pero todo empezó a torcerse muy pronto, o quizá cuando Malcolm McLaren le susurró al oído algo parecido al mantra alentador de la madre («Chaval, puedes llegar muy lejos») selló el destino de George. Boy no hizo prisioneros. Durante los primeros años en Culture Club su ofensiva se limitó a ganarse el favor de medio planeta. No solía consumir ningún tipo de droga, ni siquiera alcohol, y en cierta ocasión declaró que prefería una taza de té al sexo. Pero si la fama puede convertir al hijo de una obrera de Tupelo, Mississippi, en un personaje al que los millonarios excéntricos miran con humildad, a Boy se lo llevaron por delante el exceso de atención y el hedonismo estrepitosamente mal entendido. Antes de grabar el cuarto disco de la banda, tras el fiasco de Waking Up With The House On Fire, Boy se autoexilió en Manhattan con su amigo Marilyn, hijo del Blitz y los Nuevos Románticos, una versión de club de after del propio Boy, pero mucho más entrenado que Boy en los misterios de la química psicoactiva. George recorrió el camino que vaticinan todas las abuelas: del alcohol pasó a la marihuana, de ahí a la cocaína y la heroína, y vuelta a la farlopa. Para cuando se quiso dar cuenta se encontraba en el backstage del Artists United Against Apartheid Concert sin grupo, con diez kilos menos, el maquillaje derretido por un sol inclemente y los evidentes estragos del caballo en su salud y su estado mental. Nada que no hiciera Lennon en su Lost Weekend, aunque la corte de Boy solo constaba de gays y transformistas de la escena neoyorquina aún más pasados de rosca que él. Demasiados Harry Nilsson y ninguna Yoko Ono en el horizonte. Durante aquella época se drogó más que todos los entrevistados de Por favor, mátame juntos —llegó a consumir dos gramos de heroína al día—, se folló a todo lo que se le puso por delante en plena pandemia de sida y su aura de buen chico algo peculiar, el de la voz dulce, el que se paraba a saludar a cada fan y repartía autógrafos con alegría y jolgorio, mutó en sarcasmo y desplantes.

He sido un yonqui, un mentiroso, un fraude («Wrong»).

Ni los skinheads, ni coquetear con la sobredosis, ni el virus de inmunodeficiencia humana le tumbaron. Tampoco le parecieron grandes lecciones vitales. Boy continuó tropezando en la misma piedra hasta hacerla añicos y encontrar una nueva en la que seguir tropezando. Pero eso, tropezar, tuvo que resignarse a hacerlo fuera de los focos de los estadios y de aquellas celebraciones de la hipocresía que fueron los conciertos por África, por el sida, o por cualquier causa que congregara a un puñado de millonarios drogadictos —y a sus respectivas legiones de fans— para celebrar que habían nacido en este lado del mundo. Durante buena parte de los años noventa y de la primera década del nuevo milenio, los titulares que la prensa dedicaba a Boy George ya no nacían del interés por saber del cantante o de un nuevo single llamado a competir con los de Madonna, U2 o Depeche Mode, sino de su espiral descendente y decadente hacia terrenos por desgracia muy familiares para cualquier estrella en pleno ocaso. Es fácil perderse cuando vuelves a casa desde el boulevard de la fama. Boy se perdió. De la fama quedaban las actitudes despóticas, el «lo quiero, lo tengo», y una buena cartera de camellos que ayudaran a aplacar la confusión y el terror que acompaña a la nada cuando te levantas solo en la mansión y los únicos polvos blancos que hay encima del tocador han sido sintetizados de la hoja de coca. Pero aún tendría que fajarse con la droga más dura y destructiva de todas: el amor vivido desde la dependencia emocional y la necesidad de llenar huecos que no es posible llenar sin antes pasar por terapia.

Ve a decirles a tus amigos que estoy loco, que no sé lo que necesito («Unfinished Business»).

Sin pareja conocida, al menos nada que se prolongara en el tiempo, encadenando tormenta tras tormenta y albergando una duda eterna sobre las intenciones de los que se acercan a ti. Una vida disfuncional solo puede engendrar las relaciones más disfuncionales. A la salvación por el amor desesperado, el que acepta migajas a cambio de respirar un poco de cariño o de compañía, o el que busca la juventud perdida en un tal «Julian» («un marica que se odia a sí mismo es su peor enemigo»). Noches de modelos nórdicos y cocaína que para George terminaron en una condena de quince meses en la prisión de Pentonville. Porque en lo sentimental el único prisionero que hizo George fue el modelo y escort noruego Audun Carlsen, al que azotó con unas cadenas y mantuvo esposado durante horas en su casa de Londres. Boy alegó estar en pleno brote psicótico como consecuencia de un consumo excesivo de cocaína. Esta vez, a diferencia de anteriores affaires con la justicia, casi siempre relacionados con su adicción, siempre resueltos amistosamente o con pequeños trabajos sociales, no pudo evitar recorrer el mismo camino que su idolatrado Oscar Wilde un siglo antes, aunque la balanza de las evidencias fue mucho más rigurosa con el dramaturgo que con el cantante pop. El jurado vio hematomas, vio cadenas y esposas, y escuchó el relato de una exestrella cocainómana que no negaba los hechos. «Fui condenado por mi propio testimonio», declaró Boy a The Guardian. «Me dejó humillado y traumatizado», denunció Carlsen. No hubo más que hablar. Durante 2009 pasó cuatro meses encarcelado, tiempo, en teoría, suficiente para que el icono ochentero meditara y acabara por ver la experiencia como «un regalo para empezar de nuevo y saber lo que quería hacer con mi vida». «Llegué sobrio a la cárcel. Pero sabía que tenía mucho trabajo que hacer. Me puse en forma, reflexioné sobre cómo recuperar mi carrera, cómo volver a sentir respeto por mí mismo», comentó años más tarde. Aquel, sin embargo, no fue su primer pleito por «amor». En 1997, Kirk Brandon, líder de Theatre of Hate, demandó a Boy por hacer públicos detalles de su relación en la autobiografía Take It Like a Man. No consiguió nada. Si revelar su homosexualidad o sus practicas sexuales pudieron afectar o no a su carrera es algo que Brandon tendría que haber discutido con su almohada o dentro de su armario. Boy contraatacó con «Unfinished Business»: «Chaval, conozco tus secretos. Aunque vayas por ahí pavoneándote y te lleves mujeres a la cama. Eres el mismo tipo duro que lloraba en mis brazos y me besaba cuando se apagaban las luces». Otra querella. Más costas que pagar para Brandon. Andar en misa y repicando puede tener su precio.

Leí tu carta y no podía parar de reír. Tú y yo éramos tan parecidos. Una rebelde, no una cara más en la multitud. («Letter From a Schoolfriend»).

Siempre que un ser humano se enreda en una serie de catastróficas pifias hay alguien dispuesto a afirmar que «en realidad, era buena gente». Todos somos buena gente. Y dada su posición en la constelación de los ochenta o en la de los tabloides, la buena gente que Boy George llevaba dentro pudo conducir a otro nivel los pequeños actos de insurgencia cotidiana que para el resto de mortales han de circunscribirse a tomar del brazo a un anciano y ayudarle a cruzar un paso de cebra. Aunque no quiera cruzar. Ya querrá. Palabrejas como visibilidad, empoderamiento u otros conceptos del neolenguaje 2.0 eran el fondo de armario de George desde que se presentó ante las masas empapado de ambigüedad. El gesto de un artista de esos más populares que Jesucristo es a menudo tan valioso como cien campañas del colectivo LGTB. Un reflejo, quizá no un modelo de conducta, pero sí un modelo de liberación para cientos de miles de adolescentes homosexuales atrapados en comunidades muy lejos de la supuesta tolerancia y aceptación de tal época como esta en que vivimos.

Ella nunca fue él. Por lo que recuerdo, nunca fue de un sexo concreto. Ella nunca fue él, aunque los niños eran crueles en el colegio. Tendrías que ser idiota para no darte cuenta de que ella nunca fue él («She Was Never He»).

Pongamos como ejemplo a un tal Antony. Un chico nacido en Chichester, Inglaterra, y criado entre Ámsterdam y la bahía de San Francisco. Antony encontró la vía de escape de una vida que presumía llena de marginación y bromas pesadas en los ojos azules de George que le miraban desde la MTV o desde los pósteres de su cuarto. Alentado por el descaro de Boy George o Marc Almond y sintiendo que la música se le escapaba dedos abajo y garganta arriba, lo vio claro. Con los años, Antony, de apellido Hegarty, hizo suyo en parte el discurso libre de miedo al rechazo y a los prejuicios que George abanderaba y, junto a su banda The Johnsons, llevo a una nueva dimensión la etiqueta pop de cámara. Y es de bien nacidos ser agradecidos, por lo que cuando le llegó su momento, el delicioso I Am a Bird Now, contó con Boy George para cantarse el uno al otro «You Are my Sister». «Me salvaste la vida», le espetó Antony, ahora Anohni, a George en una entrevista. Antony no le salvó la vida a George, pero compartió foco con él. La estrella en ciernes que acoge bajo su ala a la estrella olvidada. No solo eso, le dio la oportunidad de demostrar al millón de almas que compraron o piratearon I Am a Bird Now que aquel cantante de los años ochenta servía para algo más que para producir tonadillas pegadizas e intrascendentes. Y la comunión entre el llanto eunuco de Antony y la voz ya madura, profunda, de George fue la excepción que confirma la regla de que los duetos son meros trámites simbiótico-promocionales en los que ambos partenaires ceden espacio y peso específico a cambio de un cheque mayor. La historia de amor (platónico) con Antony es el tipo de evento inesperado que ayuda a superar el mantra del «no soy nada» que a menudo entonan esos que solo tienen pasado.

Silencio igual a muerte, eso es lo que se dice. Pero la rabia y las lágrimas no se llevan el dolor («Il Adore»).

Boy utilizó la misma canción, «Il Adore», para cerrar Cheapness and Beauty y U can never B2 Straight. Ningún artista homosexual que abrevara en los garitos de ambiente aún no gentrificados de Nueva York, Londres, Berlín o incluso Madrid puede abstraerse al camposanto de caídos por el virus del sida. No es el fin de fiesta deseado, pero esa hilera de cruces de los martirizados por la enfermedad que «castigaba» el sexo sin control y los chutes de heroína es parada obligada no solo en la biografía de George O’Dowd sino en la de cualquiera que viviera para contarlo. Quizá en aquellos funerales no sonaran las gaitas de «Amazing Grace», quizá sonara Gloria Gaynor, Frankie Goes To Hollywood o, por qué no, esta «Il Adore» de Boy George. Según Paul Flynn en su libro Good as You: From Prejudice to Pride – 30 Years of Gay Britain es «lo más cerca que ha estado nadie de componer un himno nacional del VIH en Gran Bretaña». La despedida al amigo que fue «como el espectáculo de luces más maravilloso que hayas visto jamás», y ahora «en esta habitación blanca y fría, es difícil imaginarle como solía ser». Ese amigo era Stevie Hughes, fotógrafo y maquillador, que, en palabras de Boy a la revista POZ, «estuvo ocultando su enfermedad casi hasta el día en que entró al hospital para morir». «Una tarde», continúa Boy, «estábamos en la habitación de la clínica y nos reíamos por todos esos años de ocultación». «Chica, si todo el mundo lo sabía», le dijo Boy con toda su flema al amigo moribundo. Culpa, homosexualidad y sida. Por un instante, al final del baile de gala de los ochenta muchos homosexuales llegaron a interiorizar el mensaje ultracatólico de las plagas bíblicas y el castigo divino. Años huyendo del gueto gay para acabar en el gueto del VIH. Boy, que ha admitido haber practicado sexo sin protección con hombres seropositivos, tal vez no crea en las siete plagas, pero debería cuidar esa flor que tiene en el culo, que en su caso es la maldita Rosa de Inglaterra. A pesar de bailar con el diablo a la luz de la luna y ser consciente de todas las veces en que su cabeza estuvo bajo la guillotina, no es de esperar que comparta banco en misa con McNamara ni con tantos otros que cambiaron el caballo por la secta. No hace falta. El hombre que «nunca llegaría a nada» resultó ser un tipo cabal a su manera, comprometido y generoso. Como dicen los que no tienen nada bueno que decir en los tanatorios, un buen amigo de sus amigos.

Soy arte. ¿No lo ves? Mírate y después mírame a mí. Yo soy arte, tú eres una parodia. Porque me atrevo. Porque tú no («Ich Bin Kunst»).

Cantaba Nacho Vegas, otro que de tormentos sabe un par de cosas, que «… casi conocí en una ocasión a Michi Panero, y eso es más de lo que ninguno soñaríais en mil vidas». Las mil vidas que el hombre o la mujer de a pie no pueden vivir, porque ya las viven tipos como Boy George. Con tiempo para todo. Para ascender, para caer, para lamentarse, resurgir, quizás caer de nuevo. En un año sabremos si Boy y Culture Club renacen o abortan, si Boy ha llegado con su barca por fin a aquellas «aguas tranquilas» o si de nuevo tirará al monte. Y nos podremos encontrar con él en sus canciones o en la prensa amarilla. Esa sí es una decisión que el que contempla el show desde la butaca de patio puede tomar. Aunque bien pensado, no son decisiones excluyentes. Como las de Boy George. Las malas decisiones nunca excluyeron a las buenas y, de hecho, es la única razón por la que has leído hasta aquí.

El Pirri: mito y realidad de un héroe del extrarradio

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Foto promocional de la película De tripas corazón (1985). Imagen: C.B. Films  / Julio Sanchez Valdes P.C.

Es muy difícil ordenar la vida de alguien que se ha cortado tantas veces con el filo. José Luis Fernández Eguía, conocido como el Pirri, vivió entre las comisarías de Madrid y los platós de cine interpretándose a sí mismo en Navajeros, Colegas, Maravillas, La mujer del ministro, El pico 2… La gente ha dibujado en su imaginario la mejor versión del Pirri con la escasa información que hay sobre él, empezando por su fecha de nacimiento. Y, del mismo modo, su marcha de este mundo no iba a ser diferente: ¿quién sería el culpable de la muerte de el Pirri?

El llamado cine «quinqui», además de hacer crítica social, aupaba las figuras de jóvenes delincuentes del lumpen: el Vaquilla (Juan José Moreno Cuenca), el Jaro (José Joaquín Sánchez Frutos) o el Torete (Ángel Fernández Franco), por mentar las referencias más populares. Las películas de José Antonio de la Loma, Eloy de la Iglesia o Carlos Saura mostraban cómo eran los crecientes barrios de la periferia de Madrid o Barcelona en los setenta y ochenta, ciudades-dormitorio anexionadas para las generaciones que emigraban de Andalucía, Castilla-La Mancha o Extremadura. En los noventa, serían Fernando León de Aranoa (con Barrio), Montxo Armendáriz (Historias del Kronen), Achero Mañas (El Bola) o Alberto Rodríguez (7 Vírgenes) los encargados de narrar el tiempo que les tocaba rodar… con el futuro minado.

La tasa de desempleo en España en diciembre de 1984 alcanzaba el 21,1%, según la Encuesta de Población Activa (EPA) llevada a cabo por el Instituto Nacional de Estadística (INE). Esto afectaba al sector secundario, que sufría el declive de la industria desde el 75. La ausencia de trabajo desembocó en una reacción en cadena que derivó en falta de capital y, por ende, en escasez. De algo había que (sobre)vivir. «El ambiente familiar en el que creció el Vaquilla fue, quizás, el mejor caldo de cultivo de su trayectoria delictiva. Para su madre y hermanastros, la única y cierta fuente de ingresos era robar», contaba Augusto Rey en un reportaje para Informe Semanal (TVE 1). A los hurtos y atracos habría que añadir los delitos relacionados con las drogas, que en el 84 ascendieron a 6239, cifra que en 1977 era de 265 (conforme a datos policiales).

El hijo de nadie

Navajeros (1980). Imagen: Acuarius Films / Fígaro Films / Producciones Fenix.

El Pirri nació en la UVA (Unidad Vecinal de Absorción) de Pan Bendito el 20 de febrero de 1965, aunque hay fuentes que señalan el 19 de febrero de 1966, e incluso de 1967, como fecha correcta. La madre desapareció, dejándolo abandonado, y los medios publicaron que José Luis era el hijo repudiado de un americano: «¿Ha visto usted lo que dice el periódico? Que mi niño es hijo de un americano», exponía la abuela, Concepción Fernández López, en el número 171 de Tele Indiscreta.

A título oficial, el cargo de padre le correspondería a Teodoro Fernández Fernández, un trabajador de la construcción que en el mismo reportaje explicaba: «Ya ve usted lo que yo tengo de americano. Un americano del barrio de Ventas. ¿Cómo se pueden inventar tantas cosas?». Resulta que el Pirri era rubio y tenía los ojos azules, algo poco común en su entorno, pero un indicio para pensar en una hipotética ascendencia anglosajona. Quizás la inventiva y las sospechas de los vecinos fueron suficiente para hacer tambalear la credibilidad de los periodistas, porque hicieron que los cronistas se creyeran la procedencia norteamericana de el Pirri.

Teodoro se juntó con otra mujer y el pequeño Pirri fue a parar a casa de los abuelos paternos: Doña Concha y Antonio Barrionuevo García, que vivían en uno de los pisos de la Obra Sindical del Hogar de la calle Lucano, en el barrio de San Blas, donde el número de menores censados era el más elevado de Madrid por entonces.

Al chico le apodaban Pirri por el líbero del Real Madrid José Martínez Pirri. Los dos, futbolista y niño, jugaban al fútbol con el 4 a la espalda, pero uno lo hacía en el Santiago Bernabéu y otro en los descampados. Además del pelo rubio y los ojos, otro de los rasgos principales del protagonista de esta historia era la falta de uno de sus dientes incisivos (la paleta izquierda). Dicen que fue «fruto de sus aventuras con los automóviles».

Rafael: Oye, Chema, tú no tienes padre, ¿verdad?

Chema: Hombre, colega, padre tenemos todos.

Rafael: Bueno, quiero decir que… La señora Angelina es soltera, ¿no?

Chema: Mi vieja servía antes de que yo naciera, y un día apareció con una tripa en casa. Y los señores, que iban de buenos, le dijeron: «Nada de abortar, Angelina. Debes parir y dejaremos que traigas al crío». Y pa’ mí que la dejaron preñá en esa misma casa. O si no de qué.

Rafael: ¿Quién? ¿El ministro?

Chema: ¡Qué va! Ese es un pichafría. Pero cuando estaba soltero organizaba unos guateques con sus amigotes que no veas. Y pa’ mí que uno de ellos se la entaligó una noche y… ¡zas!: Le puso una varita. ¡Y hale, aquí me tienes!

(Extracto de la película La mujer del ministro).

El Pirri estaba en la vida porque le habían dejado ahí, pero gracias al cine fue un secundario héroe de barrio. En él buscaban esperanza los chavales que querían ser famosos para llevar dinero a casa y salir del entorno, tal vez por supervivencia, para no caer en lo mismo que se encontraban con cada tropezón en el parque: una cara astillada por las jeringuillas. Ir al colegio no era una prioridad en muchos casos, pero nadie era lo suficientemente mayor en un mundo con tan pocas opciones de progreso que empujaba a pegar palos o a trabajar recogiendo cartones y chatarra. Nadie les hablaba de milagros ya, pero seguían creyendo en ellos.

La gente del cine se enrolla

Foto promocional de la película De tripas corazón (1985). Imagen: C.B. Films  / Julio Sanchez Valdes P.C.

La entrada del Pirri en el cine fue casual. El director guipuzcoano Eloy de la Iglesia quería autenticidad para el reparto de Navajeros, su decimoquinto título, razón por la que le encargó al guionista Gonzalo Goicoechea que buscara chavales por los barrios de la periferia de Madrid: Vallecas, San Blas, Hortaleza, La Elipa, Tetuán y barrio de la Concepción. Querían «conseguir una especie de copla popular sobre un niño-bandido, donde, por un lado, se dieran datos objetivos, cifras, estadísticas, acontecimientos más o menos concretos, y, por otro lado, una situación mágica», argumentaba el director.

Por otro lado, había un problema insalvable: «Una película sobre la delincuencia juvenil está siempre condenada a ser una historia moralista, y nosotros precisamente lo que queríamos era hacerla al revés: un cuento de policías y ladrones con los valores invertidos». La cinta iba a estar basada en hechos reales aunque con personajes imaginarios, y llegaba a la conclusión más patética: «Unos tienen necesidad de dar un tirón al bolso y otros no; lo tienen resuelto de otra manera. Creo que la marginación de los chicos, en una edad comprendida entre los catorce y los veinte, es en este momento tan marcada en las capas medias como en las zonas suburbiales», analizaba De la Iglesia en El País antes del estreno de Navajeros.

A la convocatoria acudieron más candidatos de los necesarios. Los no seleccionados, al terminar la sesión de casting en las oficinas que la productora tenía en el paseo de la Habana, reclamaron el dinero que se habían gastado en ir hasta allí. El Pirri se había colado y estaba entre ellos. En un lance del tumulto, Gonzalo agarró al Pirri por los hombros. «Tú no te mueves de aquí, trasto», le dijo el guionista. Pero el niño, sin cortarse, lo amenazó: «Si te estás quedando conmigo, mira que te busco y te curro». Otra versión dice que lo vieron en la calle con una moto que había robado y que por eso lo seleccionaron. También hay quien cambia la moto por un paquete de tabaco. De cualquier manera, el Pirri había sido elegido por Goicoechea para ser el Jaro protagonista de Navajeros, pero Eloy ya había elegido a José Luis Manzano para ese rol.

El Pirri interpretaba al Nene, un personaje que formaba parte de la turba que destroza el pub El Globo, en Chamartín, para vengar al Jaro por la violación que había sufrido por parte del exboxeador Kid Merino, «al que, a pesar de haber sido peso pesado, sus amigos le llaman la Maritrini», como le presentaba el Marqués (Enrique San Francisco) en la escena en cuestión, la cual costó una buena cantidad de multas al equipo de producción: «Ese día de grabación fue un cristo», recordaba en Esquire San Francisco, que coincidió con el Pirri también en Maravillas, La mujer del ministro, The hit y Colegas, donde figuraban Antonio y Rosario Flores. «Hicieron un casting a chavales de verdad —continúa Enrique sobre la escena de Navajeros y les preguntaron si querían salir en la película, así que los citaron ahí. Destrozaron la calle, destrozaron el bar… Producción tuvo que pagar un montón de multas y denuncias porque los chavales llegaban en las motos y, en lugar de aparcarlas, las estampaban contra los coches para subir por encima de los techos hasta alcanzar el bar. Lo que pasa es que los coches no eran de producción, sino de los vecinos que vivían en esa calle», matizaba el actor.

Más allá del destrozo, el Pirri no tenía diálogo en esa intervención. Sería en los últimos veinte minutos de película cuando diría su primera frase, durante la preparación del atraco a una sucursal de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Madrid junto con el Jaro y su banda (el Butano, el Pastillas…): «No te preocupes, tronco. Tú ya nos conoces de antes y sabes que somos legales», tranquilizaba el Nene, el más canijo de todos y el único de los cuatro que permanecía de pie.

Todos los actores fueron doblados salvo el Pirri, cuya voz hacía gracia a Eloy de la Iglesia. Durante una tarde de sesión, en los platós Cinearte, el joven llegó en muy malas condiciones y desapareció a los diez minutos. Al volver, se mostraba ausente. Tina Sáinz, que doblaba a la mexicana Verónica Castro en la película, le preguntó si estaba bien: «Es que me he metido caballo», respondió el Pirri que, a esas alturas, se encontraba con un pie en la adolescencia y otro en la niñez.

El Pirri se sube al potro

El pico 2 (1984). Imagen: Ópalo Films.

Desde Navajeros hasta su última aparición en El juego más divertido, de la mano de Emilio Martínez Lázaro, el Pirri participó en catorce películas a lo largo de ocho años, incluida La estanquera de Vallecas, donde tiene una escena tan fugaz como memorable. También trabajó con Stephen Frears en The Hit y en el largometraje de Julio Sánchez Valdés titulado De tripas corazón, haciendo el papel del Chirlo y compartiendo protagonismo con Juan Diego y Patricia Adriani.

Chirlo: Las almóndigas serán de confianza, ¿eh?

Camarero: Ajá…

Chirlo: ¿Y las cocretas?

Camarero: Muy buenas.

Chirlo: Entonces tráeme almóndigas y el entrecot.

Camarero: ¿El señor lo quiere hecho o muy hecho?

Chirlo: En su punto.

Jaime: Ya me di cuenta en el bar de que eres un perfecto gourmet.

Chirlo: En estos sitios no se puede pedir pescao; todo es congelao. Y los menús son pa’ albañiles

(Extracto de la película De tripas corazón).

La reina del mate, Caso cerrado, Sé infiel y no mires con quién y Policía se suman a la filmografía del Pirri, sin olvidar El sur y El pico 2. «El cine es lo único que logra mantenerme en casa», relataba en una entrevista para El País, publicada el domingo 14 de abril de 1985. «Me llevo el guion y me encierro en mi habitación. Lo leo hasta que me lo aprendo de memoria. Luego lo grabo en un loro [magnetófono] y lo ensayo continuamente». Después solía coger el libreto y repartía los papeles entre sus colegas para interpretar un personaje cada uno. Pero en algunas películas tenía un papel tan corto que no aparecía ni en los créditos, mientras que en otras hacía un cameo de típico delincuente de barrio.

Hubo una vez que ni siquiera apareció actuando, sino que fue su voz la que podía reconocerse. Sucedió en El sur, de Víctor Erice. La escena se limitaba a una llamada telefónica a Estrella (Icíar Bollaín), haciendo del Carioco:

Estrella: ¿Qué quieres?

Carioco: Nada, hablar contigo. Esta mañana me he tirado una hora esperando. ¿Dónde te has metido?

Estrella: Fui por otro lado.

Carioco: ¿Y eso? ¿Pero no habíamos quedado?

Estrella: Sí, ya sé que habíamos quedado, pero…

Carioco: No quieres verme, ¿eh?

Estrella: No.

Carioco: ¡¿Pero por qué?!

Estrella: Mira, porque estoy harta de ti y de todas las estrellitas que vas pintando por las paredes. ¿Tú qué te has creído?

Carioco: ¿Yo? Lo que a ti te ha dado la gana. Me invitas al cine, me llevas a los jardines, me das un beso…

Estrella: Bueno… ¿y qué?

Carioco: ¿Cómo que «bueno y qué»? Estrella, tú estás muy confundida conmigo. Tú a mí no me conoces, que yo soy capaz de hacer cualquier cosa. ¿Sabes por qué las chicas me llaman el Carioco? Pues si no lo sabes te vas a enterar.

(Extracto de la película El sur)

Aunque el equipo de Eloy de la Iglesia pagaba por jornada trabajada, los personajes que hacía el Pirri no tenían las suficientes páginas en el guion, y por tanto eran menos jornadas de rodaje, por lo que al final cobraba la cantidad equivalente a la mensualidad de un obrero, poca cosa para una persona que estaba enganchada al caballo.

Para no quedarse con una película a medias debido al abandono masivo de sus participantes, en algunos equipos de rodaje conseguían heroína para que sus actores no dejaran el proyecto por culpa de un mal mono. Eso no quiere decir que se pagara en una película con heroína, cuidado. «Supongo que producción hablaría con un tío que iría a comprar. No querrían ni verlo, pero no les podía faltar el caballo durante el rodaje, porque si faltaba heroína se piraban y no había película. Eran heroinómanos de verdad los que salían en ellas», confesaba Enrique San Francisco, poniendo de ejemplo Deprisa, deprisa, de Carlos Saura.

Rogelio: ¿Queréis?

Pirri: ¿Qué es: potro o perico?

Rogelio: Coca buenísima.

Pirri: Dabuten.

(Extracto de la película Colegas)

Con el Pirri hubo que tener cuidado y poner a su cargo a alguien de producción para que lo tuviera controlado, sobre todo en las vísperas de las sesiones de rodaje. Gonzalo Goicoechea lo conocía muy bien, pues el Pirri acudía a su apartamento para contarle su vida mientras fumaban porros y escuchaban música. La abuela Concha también creía en Gonzalo; su nieto le pedía dinero y la amenazaba si no se lo daba, llegando, en algunas ocasiones, a agredirla para después robarle «lo poco que quedaba de la pensión del abuelo una vez pagadas las facturas», como escribe Eduardo Fuembuena en el libro Lejos de aquí.

Lo que el Pirri cobraba por sesión se lo entregaba el ayudante de dirección a la abuela Concha al final de cada semana y durante el tiempo de rodaje para que el chaval no se enterara y se lo gastara antes de llegar a casa. Él mismo reconoció en El País Semanal que empezó a probar las drogas desde pequeño: «Luego, sin darme cuenta, estaba enganchado. Hasta que vi que eso no era plan. Estaba hecho polvo y me encontraba fatal. Y luego, mis abuelos, siempre amargados, siempre sufriendo por mí. Todo lo contrario a lo que veo ahora. Es que la droga te guía todo. No eres persona. Quien esté en esto y diga que es persona, miente», concluía.

El maricón del Tejas

El pico 2 (1984). Imagen: Ópalo Films.

El Pirri era una celebridad en el barrio. «¡Ese Pirri, el de las películas!», le gritaban por la calle. El desparpajo y la forma que tenía de hablar fueron cualidades suficientes para encantar a la audiencia y al mismo Eloy de la Iglesia, que acabó incluyendo alguna frase del Pirri en sus películas. «Parece que lo haya escrito él, ¿verdad?», solía decir Gonzalo Goicoechea.

Por otro lado, José Luis Manzano fue un personaje muy popular después de Navajeros, pero su rostro se hizo más visible en las portadas a raíz de haber sido Paco Torrecuadrada, el hijo del Comandante de la Guardia Civil Evaristo Torrecuadrada en El pico.

Una voz en off, como en La naranja mecánica de Stanley Kubrick, narraba cómo era ser el hijo de un Guardia Civil en Bilbao. «No era plato de gusto en aquellas tierras», dice la voz del actor Pedro María Sánchez, que también doblaba a Alex DeLarge (Malcolm McDowell) en la película de Kubrick. Paco tenía un mejor amigo: Urko (Javier García), hijo del diputado abertzale Martín Aramendia.

Los dos (Paco y Urko) estaban enganchados al caballo. Urko, de hecho, murió de sobredosis después de haber asesinado —con Paco presente— a un traficante (el Cojo) y a su mujer en Barakaldo.

Para huir de su pasado y de la adicción a las drogas, Paco viaja a Madrid con su padre. Pero el pasado siempre vuelve y la prensa lo involucra en el suceso: «El hijo de un comandante de la Guardia Civil presunto asesino de dos traficantes de heroína», titulaban en el diario 24 Horas. A pesar de los intentos del padre para desviar la justicia, su hijo acaba siendo detenido y llevado a la cárcel de Carabanchel, en Madrid.

Una vez trasladado a una celda con presos comunes, Paco conoce al Pirri. «Tú tranqui, colega. Si ya te irás acostumbrando». Cuando a él lo detuvieron, le robaron y le partieron el culo, la misma suerte que iba a correr el recién llegado.

Para conseguir la droga, Paco iba al cubículo de Imanol Orbea Retolaza (alias el Lehendakari), condenado por tráfico de drogas y por el asesinato de un miembro de la Guardia Civil (relacionado con el grupo terrorista ETA). El Lenda, como le llamaban, quería tener cerca a Paco, así que hizo que tanto él como el Pirri se mudaran a su chabolo, donde la vida era más soportable. Sin embargo, Pirri no tardó en descubrirle el gusto al caballo. «Y a los pocos días, corría al galope, como si no hubiera hecho otra cosa en su vida», narraba la voz en off.

En Carabanchel tampoco tardaban en presentarse nuevos problemas. El Tejas (Valentín Paredes) y su grupo también estaban enganchados, pero además querían violar a Paco. «Mira esos. También trapichean con burro. Pero al loro con ellos, que son unos bujarrones», advertía el Pirri a su compañero cuando se los encontraron yendo a por cuatro kawis (cafés). «Recuerdo que la primera vez que vi al Pirri fue el día que tenía que rodar con él. Íbamos en el coche de producción que nos recogía para llevarnos al rodaje. Él iba dormido y despertó cuando llegamos». Quien habla es Valentín Paredes. A Valentín el Pirri le parecía un «tipo majo, un poco ingenuo y, quizás, un poco perdido en el cine», y piensa que tanto a este como a José Luis Manzano les vino grande el éxito, perdiéndose en un mundo irreal. No obstante, recalca que eran «dos chavales estupendos y con buen corazón».

Paco y Pirri fueron los protegidos del Lenda hasta que se fugó de la cárcel. Ademas de la protección, se iba el modo de conseguir droga. El mono no tardó en llegar y, con él, la desesperación para conseguir cuatro talegos de jaco.

Pirri: ¿Has pillao?

Paco: No hay jaco, Pirri. No me han pasado nada.

Pirri: ¡¿Pero qué dices?! ¡Te lo has metío tú todo! Tienes los ojos como puntas de alfiler.

Paco: Que no, Pirri. Que solo me han pasao un pico y nada más.

Pirri: ¡¿Y las pelas?! ¡Dame la pasta ahora mismo! ¡Me voy a cagar en la hostia!

Paco: Me han tangao. Esos hijos de puta se han quedao con todo.

Pirri: ¡Esto me pasa a mí por fiarme del hijo de un picoleto!

(Extracto de la película El pico 2)

A continuación, el Pirri cachea a Paco. Al revisarle el trasero y sacar la mano del pantalón, descubre que tiene los dedos manchados de sangre: el Tejas había logrado su objetivo. Lleno de ira, el Pirri fue en búsqueda de su enemigo gritando por las galerías: «¡¡Ese Tejas!! ¡¡¿¿Dónde está el maricón ese??!!». Tras revisar el edificio, Pirri se encuentra con el Tejas en el patio, donde se baten en duelo armados con un pincho cada uno. Entonces, de fondo empiezan a sonar los primeros acordes de la canción «Debajo del olivo», cantada por Juana Salazar.

El duelo necesitó de ensayos previos y dos días para hacer la escena. «Quedamos con el director Eloy de la Iglesia unos días antes de rodar para ensayar la coreografía en un local y llevarla más o menos montada. En esos días fue cuando más pude conocer al Pirri». Valentín y José Luis se llevaban diez años, pero estrecharon lazos: «Me prometió que el día del rodaje no se metería nada, pero de vez en cuando desaparecía y había que buscarlo», añade Paredes.

A ver si te buscas una musiquilla guapa, ¿no, colega?

El pico 2 (1984). Imagen: Ópalo Films.

Al bueno del Pirri le gustaba escuchar la música de Tijeritas, Camarón de la Isla y Parrita. Lo hacía durante la siesta. Era música que podía encajar sin problemas dentro las producciones cinematográficas en las que trabajaba y en las de los demás, siempre con la misma temática: «Vuela que vuela» (Terremoto), «Al Torete» (Bordón 4), «Heroína» (Los Calis), «Soy un perro callejero» (Los Chunguitos), «El Vaquilla» (Los Chichos)…

El flamenco, la rumba y el rock eran piezas fundamentales de las bandas sonoras del género. Sonaban a través de un tocadiscos o de un loro, ya fuera en el parque o en un Renault 12 (conocido como R-12). Junto a los Burning, también estaba en la banda sonora de Navajeros el trío Rumba Tres (José Sardaña y los hermanos Juan y Pedro Capdevila) con la canción «Y no te quedan lágrimas», la cual se podía escuchar en dos ocasiones a lo largo del filme.

El tema, que contaba la historia de un desamor por una traición, es un recuerdo sonoro del cine quinqui. «Si no recuerdo mal, la canción llegó a la banda sonora gracias a la compañía de discos que teníamos en ese momento (Belter). Parece ser que les encajaba bien en la historia y a nosotros nos pareció genial la idea. Fue un temazo que lamentablemente quedó un poco en el olvido», empezaba explicando Pedro a través del correo electrónico. En 2016, Rumba Tres volvió a grabar la canción con un sonido más actualizado. Una curiosidad: José no supo que su canción aparecía en Navajeros hasta que vio la película. «En esa época estaba muy centrado componiendo», dice Sardaña.

Ya es hora que nos hablemos claro y de frente
No queda ya entre nosotros ni compasión
Tus cosas me dejan seco e indiferente
Tus besos ya no me dan frío ni calor.

(Extracto de la canción «Y no te quedan lágrimas»)

En el documental Rumba Tres, de ida y vuelta, dirigido por Juan Capdevila (hijo) y David Casademunt, se cuenta que los tres músicos del trío se criaron en el barrio de Bon Pastor, en el sector de Cases Barates, en Barcelona. «Vimos amigos que acabaron hundidos por culpa de las drogas y otros vicios. Pero había de todo, piensa que era un barrio obrero, un barrio de currantes que venían de toda España, y allí se fusionaban todas las culturas», añade Juan. Pepe, aparte de coincidir con su compañero, explica que había vivido una infancia en el barrio «muy tranquila». Incluso comparaba la situación de entonces con la actual en lo que a inseguridad se refiere: «Recuerdo que dejábamos la puerta de casa abierta todo el día y nunca pasaba nada. Pero, hoy en día, ¿quién se fía de dejar la puerta de su casa abierta?».

Aseguran que tienen poco de quinquis y que su rumba «es la menos flamenquilla de todas las que salen». El estilo, aseguran, es un poco más mediterráneo, una rumba catalana con variables fusiones musicales, fruto de las diferentes culturas. Para Pedro, la emigración tuvo mucha influencia en ellos: «Empezamos con la cançó catalana, pero la fusión de gentes en el barrio y la alegría que tenía la rumba hizo que nos decantáramos por este género musical». ¿Y es posible que el flamenco o la rumba hayan tenido tanta importancia en los emigrantes porque esta música era la única forma de recordar su tierra estando lejos de ella? Responde Juan: «Es posible que sí. Desde luego ayuda a recordar tu tierra cuando estás lejos de ella, pero no creo que sea la única causa. También están las ganas de ser feliz y de salir de un momento gris». De la suma surgió el mestizaje entre personas de diferentes lugares y culturas, algo que logró que todos, a través de los diferentes géneros musicales, se sintieran dentro de una pequeña parte de la sociedad.

Como dijo el crítico de cine de El País, Gregorio Belinchón, no hay cine quinqui sin rumba. «Ojalá más géneros cinematográficos apuesten por este estilo musical como hicieron los hermanos Coen con El gran Lebowski, metiendo la rumba de los Gipsy Kings», reivindicaba Juan haciendo referencia al tema «Hotel California».

Gracias a un montaje de YouTube, la imagen del Pirri y su frase «A ver si te buscas una musiquilla guapa, ¿no, colega?» dentro de un R-12 con el Jaro, el Pastillas y el Butano se ha relacionado con «Y no te quedan lágrimas». Pero en realidad la escena no contenía música, sino la noticia radiada de un atentado de ETA. En un homenaje a la película, alguien decidió hacer sonar la canción justo cuando Butano encendía la radio del coche.

Entre Vicálvaro y San Blas

Foto promocional de la película De tripas corazón (1985). Imagen: C.B. Films  / Julio Sanchez Valdes P.C.

Las causas del fallecimiento del Pirri, el 9 de mayo de 1988, tampoco han terminado de quedar claras. Fue encontrado sin vida en un descampado de la carretera de Vicálvaro a San Blas. La policía redactó en el informe que el joven, que hasta ese momento tenía veintitrés años, había muerto por sobredosis: «Minutos después de las diez de la mañana de ayer, un transeúnte telefoneó a la policía. Acababa de descubrir, en un descampado de la carretera de Vicálvaro a San Blas, el cadáver de un joven tendido en el suelo con una aguja colgando del brazo, una papelina vacía en la mano derecha y dos más junto a él. Según la policía, José Luis Fernández, el Pirri, de veintitrés años, falleció por sobredosis de heroína», contaba Carlos García Santa Cecilia en El País el 10 de mayo de 1988.

Tiempo antes de morir, el Pirri estuvo saliendo con Charo Hidalgo, una peluquera del barrio de Fuencarral. Se conocieron en Navidad, en una discoteca, y estuvieron juntos hasta el final. Por entonces, José Luis, que al fin se había arreglado los dientes, trabajaba con Fernando García Tola haciendo de crítico de cine en Tolodiario (radio) y Querido Pirulí (televisión). En ese momento, el Pirri vivía entre San Blas y Fuencarral. Cuando iba por su barrio la policía lo paraba siempre que se lo encontraba, así que se pasaba temporadas en casa de su pareja, en Fuencarral.

Policía 1: ¿Dónde está el chico?

José: Aquí estoy, ¿qué quieren?

Policía 2: Pero, vamos a ver, ¿no era un chico de quince años?

Policía 1: Eso creo, ¿a ti te llaman el Pirri?

Pirri: ¡Pero que vienen por mí, pringao!

Policía 2: Eres tú, ¿no?

Pirri: Sí, soy yo.

Policía 1: Tienes que acompañarnos.

Pirri: Bueno, pero voy a vestirme, ¿no? No me van a llevar en pelotas…

(Extracto de la película Colegas)

Según tocara, el Pirri se iba andando hasta Gran Vía, a los estudios de la SER, desde la casa de sus abuelos o desde la de su novia. «Se venía andando para matar el tiempo, para no pensar en otra cosa o encontrarse a otra gente. Alguna vez le vimos con heridas o rozaduras en los pies. Su obsesión era estar todo el día ocupado», recordaba Tola.

El domingo 8 de mayo por la tarde se pierde el rastro del Pirri. Según las crónicas de Fuembuena: «El Pirri estacionó su moto en Fuencarral y le dijo a Charo que tenía que ir a Vicálvaro a recoger unas invitaciones (para el cine) y que luego la llamaría para que se vieran». Pero no hubo ninguna llamada.

Al día siguiente, por la mañana, el Pirri yacía muerto detrás de una gasolinera. Su cuerpo presentaba múltiples signos de violencia. Parecía que alguien había arrastrado el cadáver hasta ese lugar. «Estaba muy bien, ya no se drogaba», explicaba doña Concha. Ella también creía que su nieto fue asesinado: «Mi niño tenía arañada toda la cara», le dijo a Eloy de la Iglesia. El cuerpo fue llevado al Instituto Anatómico Forense, donde se le realizaría la autopsia.

La necropsia, firmada por Alfonso Cabeza Borque, médico forense del Juzgado n.º 12 de Instrucción e Instancia, decía que José Luis Fernández Eguía no murió de sobredosis, sino por una dosis de droga adulterada que le causó un «fallo cardiorrespiratorio múltiple». Eloy de la Iglesia, que dudaba de la conclusión del informe, llegó a declarar que «la autopsia del doctor Cabeza era de vergüenza». Por las contusiones detectadas en el finado, se empezó a señalar a las malas compañías del chico e incluso a la policía por los casos de maltrato y palizas que estos aplicaban a los toxicómanos que detenían. De la Iglesia quería que el Ministerio de Interior, por entonces a cargo del socialista José Barrionuevo, investigara qué pasó de verdad.

Cuando le dieron sepultura, el Pirri tenía pendiente un juicio en el que le pedían dos años de condena por robo con intimidación. No hubiera sido la primera vez que pasara un tiempo entre rejas. La última, cansado de su propia vida, había tratado de abrirse las venas con el cristal de unas gafas. Pero fue en vano.

Paco: Nunca más volví a ver al Pirri. ¿Qué habrá sido de él? ¿Estará en un penal? ¿Andará por la calle buscándose la vida? ¿Quién sabe? A menudo le recuerdo con cariño y tristeza.

(Extracto de la película El Pico 2)

A su abuelo Antonio se le cerró el estómago y se le quitaron las ganas de comer, pero Concha no quería quedarse sola: «Solo me faltaba que te diera a ti algo y que os tuviéramos que enterrar a los dos». El 26 de diciembre de 2006, Antonio fallecía a los setenta y ocho años. Sus restos mortales descansan con los de su nieto, en un nicho del Cementerio Sur de Madrid.

Charo y el Pirri.

Narcotráfico: se mira pero no se toca

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Incautación de un alijo en Vigo, 2006. Fotografía: Miguel Vidal / Cordon.

Hace poco más de dos años, el 5 de enero de 2016, los principales medios de comunicación se hacían eco de la incautación de tres toneladas de cocaína en el municipio pontevedrés de Barro. Se trataba del mayor alijo interceptado en suelo español desde 1999 y los titulares de prensa no escatimaron en grandilocuencia para enriquecer la información: «Así fue la mayor operación terrestre del siglo contra el tráfico de cocaína», se podía leer en La Voz de Galicia. La sorpresa saltaba al detenernos en la letra pequeña y descubrir que no había un solo gallego involucrado en la operación. La mercancía, de la que se ofrecían todo tipo de detalles incluida su procedencia y hasta el sello que portaba, habría sido introducida en nuestras costas por un clan holandés y sus destinatarios resultaron ser unos mafiosos ingleses residentes en la Costa del Sol que, mediante un convoy de furgonetas, pretendían distribuirla por diferentes países de Europa: ni una sombra de duda sobre cómo unos holandeses habían sido capaces de alijar y esconder tres mil kilos de cocaína en Galicia sin el consentimiento o la colaboración de los clanes locales, nada.  

Se mira pero no se toca

Así es como se ha tratado la información sobre el narcotráfico gallego en los últimos años: esquivando lo obvio. La reciente detención de Sito Miñanco parece haber devuelto cierta atención mediática sobre un fenómeno que parecía desterrado de las rías gallegas tras el encarcelamiento de los grandes capos pero que, en medio de un extraño silencio, no ha dejado de crecer y fortalecer sus alianzas a ambos lados del Atlántico. A día de hoy entra más cocaína por la costa gallega que en 1990, el año en que Baltasar Garzón y la Operación Nécora pusieron en boca de todos los nombres del propio Miñanco, Laureano Oubiña o Manuel Charlín. El narcotráfico y su brillantina, como los eucaliptos, las bateas de mejillón o el granito, siguen componiendo una parte fundamental del paisaje gallego pero algo ha cambiado en la percepción de un fenómeno que se mira pero no se toca, como si no hablar de ello fuese el método más aséptico de combatirlo.  

Muerto el perro, muerta la rabia

Aquella rebelión popular de los noventa contra los clanes históricos tuvo mucho que ver con el despertar de una sociedad ante una evidencia terrible: los beneficios que el narcotráfico aportaba a tantas familias, incluso a localidades enteras, comenzaron a parecer meras limosnas ante la podredumbre y la inseguridad que asolaban las calles. Fue la acción devastadora de la heroína lo que puso en jaque a los más ilustres robinhoodes de la cocaína que ayudaban a levantar casas, pagaban tratamientos médicos a sus vecinos, colaboraban con las parroquias y se sentaban a la mesa con lo más granado de la sociedad gallega. La furia de Carmen Avendaño y las otras madres de Érguete (levántate) provocó un tsunami social con el que no contaban los narcos y el resto es historia. Pero la epidemia pasó y con la normalidad regresó el ambiente de calma que tanto beneficia a quien negocia en silencio. Tocaba recapacitar, abandonar ciertos hábitos y retomar la actividad en el punto exacto donde la habían abandonado, si es que alguna vez lo hicieron.

Cuando los árboles sí dejan ver del bosque

Ser narcotraficante ya no es un sueño de infancia, al menos no uno confesable. El tráfico de drogas ha perdido todo el glamur y prestigio que acumuló durante la transición del contrabando de tabaco al alijo de cocaína. La ostentación ha dejado de ser requisito imprescindible del triunfador hasta convertirse en un sinónimo de mediocridad y la discreción se ha implementado como cortafuego indispensable, el primer muro tras el que esconder el negocio de las miradas indeseadas. El verdadero poderío del narco gallego se oculta hoy entre chaquetas de lana, calzado barato, partidas de cartas en el bar y cartillas de pensionista. Los vehículos de gran cilindrada, el oro grosero y la ropa de marca, especialmente la deportiva, luce ahora en manos de cachorros imberbes que pretenden imitar a los grandes nombres pero sin más perspectiva que la de recoger una pocas migajas y terminar, más pronto que tarde, con sus huesos en la cárcel. Ellos son los árboles que todavía permiten ver el bosque frondoso e inaccesible en que se ha convertido del narcotráfico en Galicia.

Árboles, ¿qué árboles?

En casi todos los pueblos de la costa gallega se pueden encontrar muestras palpables del flujo incesante de dinero que provoca el tráfico de cocaína. Lo ven casi a diario los hosteleros, testigos directos del lujo más íntimo y la alergia ancestral del narcotráfico a las facturas. Cada fin de semana se celebra en Galicia un bautizo con aspecto de boda real o una boda común con apariencia de ceremonia de apertura de unos juegos olímpicos, bacanales de derroche que se pagan en mano y al contado, sin necesidad de contratos o cualquier otro papel que deje huella del gasto. También pueden dar fe los empleados de algunas sucursales bancarias, la primera ventanilla a la que todavía acuden petimetres y advenedizos con intención de blanquear ciertas cantidades, bienintencionados pero sin el conocimiento o la asesoría legal de la que disponen los grandes peces del negocio. Concesionarios, joyerías, lonjas, mueblerías, tiendas de ropa, salas de juego o clubes de alterne son algunos de los hábitats naturales en los que el dinero de la droga también se gasta sin miramientos, a la vista de todos, un manantial que no se ha detenido nunca por más que las noticias hablen de holandeses, británicos, mexicanos, colombianos o andaluces como nuevos amos del cortijo.

«No se debe olvidar lo que todavía no ha terminado»

¿Por qué razón iban a dejar de trabajar los grandes cárteles de la droga con sus más eficaces aliados? ¿Por qué confiar en unos desconocidos para alijar y esconder varias toneladas de cocaína en la costa gallega, ese entramado inabarcable de piedras, bateas, pequeñas calas y grandes acantilados en los que un nativo experimentado se mueve como pez en el agua? ¿Por qué excluir del negocio a quienes fueron capaces de revalorizar el producto estrella de las selvas americanas hasta convertir vulgar y dudosa cocaína en codiciada fariña? Se podrá dudar de la capacidad o el poder real de algunos históricos del narcotráfico, pero sería de ilusos pretender que toneladas de droga sigan desembarcando en las rías de Galicia cada año sin contar con las expertas manos de los clanes gallegos en la partida. Lo advertía Nacho Carretero en la última línea de su libro recientemente secuestrado, Fariña: «No se debe olvidar lo que todavía no ha terminado». Ni ha terminado ni terminará, es una de las pocas certezas que todavía se nos pueden arrancar a los gallegos.   

Jake «the Snake» Roberts: fama, alcohol y coca

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Jake «The Snake» Roberts. Fotografía: John McKeon (CC).

Una de las mejores cosas que puedo decir que me han pasado en la vida es haber sido testigo siendo niño de la llegada de las cadenas privadas a España. Antes de la aparición de Antena 3 y Telecinco alucinábamos cuando nos decían que en Estados Unidos tenían cuarenta canales. Nosotros teníamos la uno y la dos. Y en el pueblo, la dos en blanco y negro. Chupamos muchos bailes regionales, programas de salud y debates culturales.

Ahora que divertirse es de mal gusto eso sería la panacea, pero yo me pregunto por qué tantos jóvenes se arrojaban en brazos de la heroína en aquellos tiempos. Los viernes noche ¿retenía La Clave a los jóvenes en sus casas? Igual Vivan los novios con Andoni Ferreño y Natalia Estrada, seguido de un Erotissimo, salvó muchas vidas de las garras de la necia droga. No sé. Es una hipótesis.

Desde luego, Pressing Catch, «presionando a la presa», como decía muy serio un adulto cercano a mi persona, fue un cambio a mejor. Pasar de los bailes regionales de Gente Joven a tíos mazaos dándose de hostias, no nos engañemos, era un salto adelante. Yo no niego que se te puedan poner los pezones duros escuchando una dulzaina, pero ver un suplex por primera vez era ver mundo.

No obstante, yo sufrí mucho con el wrestling. Me hice fan de Hulk Hogan. Ante la duda, elegí el establishment, el sistema. Y le vi perder su cinturón de oro con diamantes y todo el copete de campeón mundial del mundo entero desde hacía no sé cuántos años con un auténtico, verdadero y genuino payaso: el Último Guerrero.

También me gustaba Tito Santana. Era hermano, era de México. Pero perdía siempre. Creo que solo le vi ganar cuando vinieron a España. Sí, hubo un Pressing Catch en el Palau San Jordi en 1991. También me gustaban los Demolition, Ax y Smash. Iban vestidos como Humungus, el malo de Mad Max II, y uno llevaba bigote mostrando que si se ataviaba así era por propia elección de un hombre asentado, juicioso y con autonomía personal. Entonces para nosotros no eran más que «los jevis» y por eso molaban. Pero también les daban para el pelo desde que ganaron no sé qué cinturón.

Esos eran nuestros referentes. Tíos en calzoncillos jugando a eso que llaman balompié, por un lado. Jim «Estaca» Doogan, los Sacamantecas y Rick «Modelitos» Martel, por el otro. Entremedias, unos Manowar con su El signo del martillo cantándole a Thor. O unos Helloween con su guardián de las siete llaves que encerraban los siete mares, ahí es nada. Los más modernos tenían el Boom 6, con el edificante rap de «Mi abuela» y la refrescante «Es por ti» de Cómplices. Lo llamativo a día de hoy es que fuese nuestra sociedad la que no colapsara y se impusiera al comunismo y no al revés, pero esa no es la cuestión ahora.

Hoy el recuerdo es para Jake «the Snake» Roberts. Su verdadero nombre es Aurelian Smith. Aurelio, señores. En mi opinión, era uno de los luchadores más tristes que deambulaban por ese espectáculo de dudoso gusto que consistía en simular peleas. Cuando ganaba, Jake ponía una pitón sobre su rival derrotado. La pitón, dormida, caía ahí a peso muerto, intentaba vagamente huir. Era muy lamentable. La muestra más evidente de que aquello no tenía sentido ninguno. Y años después ¿qué noticias nos llegan de Jake «The Snake»? Pues las de un descenso a los infiernos completamente alcoholizado y adicto al crack.

El festival de cine de Utah, Slamdance, está dedicado a producciones de bajo presupuesto. De él salió Paranomal Activity en 2008. Hace dos años crearon Slamdance Presents, una iniciativa para distribuir y promocionar este tipo de cintas. La primera que lanzaron fue The resurrection of Jake the Snake, que llegó a ser la más descargada de iTunes. Era un documental realizado por un amigo suyo en el que contaba cómo el luchador salió del pozo.

Las primeras imágenes de archivo que muestra ya contradicen mi memoria. Aparece una de sus serpientes mordiendo con toda su alma a un rival derrotado. También repasan su gran aportación al mundo de la lucha libre coreografiada, el DDT. Meterse la cabeza del rival en el sobaco y tirarse de espaldas estampándosela contra el suelo. El golpe tiene una entrada en la wikipedia, que es lo máximo a lo que puede aspirar a día de hoy alguien que quiera triunfar en la vida.

Jake «the Snake» Roberts ejecutando un DDT sobre John Greed. Fotografía: Tabercil (CC).

A continuación, Jake aparece en camiseta interior de tirantes con un vaso en la mano. Habla con voz de cazalla, pero siempre la tuvo así. Era uno de sus rasgos distintivos. Diversos expertos en el mundo de las peleitas dicen que, mientras los demás luchadores gritaban y gruñían cuando amenazaban a un rival en los vídeos promocionales, él al hablar bajito y entre dientes lograba que se le hiciera más caso. Ahora, con esa misma voz, reconoce la última vez que tomó crack fue hace un mes.

Todo empezó con el éxito, como en las estrellas de rock. Su circo de la pantomima giraba por todo el orbe y en cada stage Jake se ponía hasta las cartolas de cocaína borracho de éxito y también de alcohol. Lo cierto es que las audiencias no eran cosa de mofa. Podía llegar a actuar ante noventa y siete mil personas. Como el Barça, pero con partidas presupuestarias limitadas a pantis y culebras.

Comenta un testigo que en un avión, en uno de estos viajes entre gala y gala, contó veintidós botellitas de vodka vacías alrededor del cuerpo de Jake. Conforme su físico se iba deteriorando, su valoración como luchador en tamaño negocio lógicamente también. Además, nunca destacó por una musculatura espectacular, sino por su aureola de tipo siniestro. El hombre perdió su posición en la World Wrestling Federation, fue despedido en 1997, y pasó a patearse los circuitos de lucha libre teatral que llaman independientes. Ahí le vemos, captado por un videoaficionado, en un combate con mucho menos público, completamente borracho, gordo hasta el punto de no poderse mover y llorando porque el respetable le insulta. «Soy un hijo de puta autodestructivo», admite después.

El origen del drama por lo visto está, según su historia, en que su padre le trató mal. Él quería ir a la universidad, pero su padre, luchador también, Grizzly Smith, no le dio ninguna importancia. Así que Jake, muy dolido, optó por seguir sus pasos. Tras sus primeros combates, le dijo: «Me avergüenzo de ti, nunca llegarás a nada». Entonces, solo con el objetivo de superarle en fama y reputación para dejarle en ridículo, se empecinó en progresar en ese mundo.

Al mismo tiempo, su madrastra, mientras su padre estaba de gira, abusaba sexualmente de él y le daba palizas. Entendemos que ambas circunstancias explican el tesón y la determinación con la que emprendió su carrera y la fragilidad de su psique torturada, que no tardó en sucumbir ante las adicciones.

En una entrevista que dio a ABC News después del estreno de la película, dijo que la adicción al alcohol, coca y pastillas le había llevado a sentirse la persona más desgraciada e inútil del mundo. Y sobre todo le habían conducido a una soledad insoportable. Con emoción, explicó: «He estado en la cárcel y en rehabilitación, nunca he escuchado a nadie decir: “Cuando era más joven, mi sueño era convertirme en adicto o alcohólico”».

Ciento cuarenta kilos pesaba el hombre antes de que, en este documental, se grabe su recuperación. El drama son las escenas mencionadas en las que apareció tajado en un combate. Admite que se tomó unas cervezas en el vestuario, pero el hombre estaba consternado porque, por lo visto, esta profesión vive mucho de la imagen que uno proyecte ante los niños.

Es lo mismo que le ocurrió Hulk Hogan, del que este año ha salido también un jugoso documental sobre su problemilla con un vídeo sexual. Nobody Speak, de Brian Knappenberger. Empezó a circular por los medios un vídeo de Hulk acostándose con la mujer de su mejor amigo, Heather Clem. No parece que el vídeo en sí le diera mucho dolor de cabeza, pues en las entrevistas que dio después presumía de potencia sexual, pero se conoce que había una versión ampliada del mismo en la que aparecía profiriendo comentarios racistas y homófobos. Eso hubiera sido su fin, más que el sexo, porque el personaje vive de galas benéficas y eventos de ese tipo. La rehabilitación de Aurelio Jake partía del mismo problema.

Hubo un documetal en 2000 que ya le hizo bien la pascua a Jake en ese sentido. Se tituló Beyond the Mat, de Barry W. Blaustein. Aparecía puesto de crack en una escena que poco tenía que envidiar a la de Chris Holmes de WASP en The Decline of Western Civilization, part 2. Colocado, explicaba el origen de su adicción: «Me decía a mí mismo que jamás me drogaría, pero tenía tantos combates que tenía que coger ocho o nueve aviones por semana. Tomaba píldoras para dormir, píldoras para el dolor, luego cocaína para actuar».

André the Giant vs. Jake «The Snake» Roberts. Fotografía: John McKeon (CC).

Antes de esa confesión, el autor entrevistó a ejecutivos de la WWF que explicaron que Jake era un gran «talento artístico» en ese negocio por sus dotes como actor, más que por su cuerpo: «Su don era su cerebro, su actuación». Sin embargo, llegó un momento, revelan, en el que el personaje se comió a la persona hasta el punto de que cuando lo tenían delante no sabían con quién estaban hablando, si con Aurelio o con Jake the Snake. Un promotor de menor entidad declaró: «Si no le conseguíamos crack, decía que no vendría al espectáculo».

No era un documental muy respetuoso con el hombre. Le sacaron incluso meando en un cubo de plástico ante de un combate. Con eso querían mostrar lo triste que era hacer giras por los pueblos, actuando en carpas. Por el contrario, él dice que le encanta aparecer en esas localidades pequeñas, porque «saben apreciarlo».

Cuando iba a lo grande, la fama también destruyó su familia. Sus matrimonios se echaron a perder por la parte sexual: «Cuando eres famoso, puedes elegir, primero una al día, luego dos, después tres. Luego dos a la vez, luego dos con juguetes. Cada vez quieres cosas más raras y llegas a un punto en el que quieres hacer el amor con tu mujer y no puedes. Ya no hay un estímulo mental».

Lo más grave, de todos modos, fueron los datos que amplió sobre su familia. Confesó que su madre tenía trece años cuando él nació. Su padre había violado a la hija de su novia mientras dormía y la dejó embarazada. «Mi padre salía con la madre de mi madre». En el documental encontraban al padre que declaró: «Mi hijo nació del amor y sigo queriéndolo».

Luego su madrastra casó a su hermana con un hombre de cincuenta años, pero la ex del tipo la secuestró y la mató. Eso creen porque había sangre en el coche, el cuerpo nunca dieron con él. La mujer estuvo diez años en la cárcel y, al salir, cuando le preguntaron por el cadáver, les mandó a todos a tomar por saco, «Jamás os diré nada». Esa era su vida, de desgracia en desgracia, decía.

Solo tuvo afecto por un hombre cuando era niño, su padrastro. Pero se electrocutó. El plato fuerte de la película era mostrar a Jake con su hija, a la que no veía con frecuencia. Se divorció de su madre cuando ella tenía ocho años. La chica dice que su padre debería alejarse de las cámaras y la superficialidad. Jake replica que si se hubiese tomado tres meses para estar con sus hijos, le habrían despedido.

Este encuentro le afectó tanto que, cuando se marchó su hija, él también desapareció. El locutor cuenta que luego se lo encontró fumando crack. Le graba y es ahí donde salen todas esas confesiones. Lo más presentable que dijo fue «nunca uso agujas». Cuando se proyectó el documental, Jake dijo que se sintió «violado».

En The Resurrection, Aurelio no había avanzado mucho. Un día los periodistas se lo encontraron descalzo y borracho. Decía que se había tomado una cerveza y le habían sentado mal unas ostras. O al revés. Por eso, el primer paso que da la historia que relatan empieza cuando el protagonista accede a tomar Antabuse, el medicamento para alcohólicos que te hace vomitar si lo pruebas.

El resto es más de lo mismo en un caso de adicciones. Recaída tras recaída, follón tras follón. Le llegamos a ver llorar porque quiere una cerveza y jurar por sus hijos infinidad de veces que nunca más volverá a beber. Pero había un objetivo de superación, como en las películas favoritas de los Óscar. Jake lo que quería era prepararse para poder acudir a un Royal Rumble, una modalidad de la WWF donde admitían viejas glorias. El método: el yoga. Les invito a comprobar si lo consigue, pero es lo menos interesante de la existencia alejada de la realidad de un hombre que se dedicaba a una lucha libre que no era real. Al que, por lo menos, sí que le reconoceremos que salía a pelear al ring con un temazo a reivindicar.

Drogas para todos los públicos

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El viaje de Arlo (2015). Imagen: The Walt Disney Company.

Es difícil señalar con exactitud en qué momento el personaje de John Barleycorn se coló en el folclore británico, aunque existe constancia escrita de que en el siglo XVI su nombre ya era protagonista de cantares populares que relataban sus desventuras. Lo extraordinario de todo esto es que John Barleycorn no es un ser humano, sino algo mucho más rebuscado: la personificación popular de la cebada, el ingrediente principal para fabricar bebidas alcohólicas como el whisky o la cerveza. Y de ese modo, todas aquellas baladas inglesas entonadas en los bares, y centradas en las penurias que sufría a menudo el propio Barleycorn, eran en realidad canciones dedicadas al cultivo del cereal. En 1913, Jack London publicó una novela autobiográfica titulada John Barleycorn: las memorias alcohólicas donde aquella folclórica personificación del alcohol se convertía en compañera de un autor muy aficionado a vaciar botellas. El libro contenía una zoopsia (alucinación con animales) muy concreta que se convertiría en clásico de las borracheras: los elefantes rosas, paquidermos que London utilizaba para definir a una clase de bebedor: «Existe un tipo de hombre conocido por todos que es estúpido, sin imaginación, cuyo cerebro ha sido mordido hasta el aturdimiento por gusanos entumecidos. Alguien que camina generosamente con las piernas extendidas y vacilantes, se cae frecuentemente en la cuneta y contempla, en el punto más alto de su éxtasis, ratones azules y elefantes rosas. Ese es el tipo que protagoniza los chistes de borrachos».

En 1941, Dumbo y Timoteo bebían agua de un cubo donde se había vertido champán por accidente y aquel botellón accidental propiciaba que ambos personajes presenciasen un surrealista desfile de elefantes rosas. Un número musical, conocido como «Pink Elephants on Parade», que tiene el honor de haber aterrado a varios millones de niños. «Pink Elephants on Parade» era un segmento extraño y fantasmagórico dentro de la película Dumbo: dibujaba paquidermos de colores chillones sobre un fondo oscuro y tenebroso. Unas criaturas que nacían de burbujas de alcohol y atravesaban trompetas reventadas, se aplastaban y troceaban entre ellos, bailaban, esquiaban, electrificaban y se multiplicaban durante una cabalgata musical donde una voz en off cantaba «Los elefantes en technicolor son demasiado para mí». Cinco minutos de alucinaciones que no tenían justificación alguna dentro de la película y no servían para hacer avanzar la trama, pero que acabaron convertidos en una de las escenas más icónicas del film. Disney no acostumbraba a permitir desmadres de ese tipo en sus películas convencionales (Fantasía, un año antes, era la excepción al nacer como un musical experimental) pero andaba más permisiva en aquel entonces como consecuencia de estar viviendo una época complicada.

Dumbo nació como un proyecto low-cost  para recuperar pasta tras los pinchazos de Fantasía y Pinocho, dos películas que no habían funcionado bien en una Europa demasiado ocupada con la Segunda Guerra Mundial como para ir al cine. El abaratamiento hizo que Dumbo sufriese una producción inusual: sus guionistas la escribieron por capítulos, se simplificaron los diseños de personajes, los fondos se dibujaron con acuarelas (evitando el óleo y el gouache habitual) y a los animadores se les exigió menos detalle al liberarlos de las restricciones habituales del estudio, lo que curiosamente provocó que Dumbo gozase de una animación excepcional. La producción también tuvo que gestarse durante una notable huelga de trabajadores que dinamitó para siempre el ambiente familiar del que alardeaba la empresa y provocó en la pantalla una cruenta revancha artística: en la propia película los huelguistas que protestaron en Disney aparecen caricaturizados como payasos de circo.

Dumbo. Imagen: Walt Disney pictures.

Entre tanta huelga y recorte, la tarea de elaborar la secuencia recayó en un grupo de jóvenes animadores recién llegados que fueron los principales culpables, junto a la necesidad de inflar el metraje de una historia nacida como cortometraje, de aquel desfile alucinógeno y retorcido. Los elefantes bailarines de ojos vacíos adobaron tantos miedos infantiles que las adaptaciones de Dumbo al formato libro optaron por eliminar por completo el baile de animales rosados.

Hemos venido a emborracharnos

Al sumergir en licores al protagonista de una película infantil, Dumbo agobió a gente como Henry Barnes, un columnista de The Guardian que sentenció «Los elefantes rosas borrachos no deberían tener lugar en una película para niños» y consideraba terrible que una cogorza desbloquease las virtudes del héroe. Desde entonces, cuando las historias animadas requieren que los personajes ahoguen penas, demuestren adicciones, experimenten borracheras o sufran resacas, los guionistas más espabilados han esquivado problemas y responsabilidades haciendo uso de productos sin alcohol que en la pantalla se comportan como si lo tuviesen. En Tom & Jerry, Teen Titans, Ren & Stimpy, Bob Esponja o Vaca y Pollo los personajes deprimidos consolaban desdichas entregándose a la ingesta de leche mientras el reparto de Foster, la casa de los amigos imaginarios o La vida moderna de Rocko hacía lo propio con los helados y My Little Pony con los donuts y el chocolate.

En general, en los dibujos animados al azúcar se le ha dado bien ocupar el rol de las drogas y el alcohol: Las maravillosas desventuras de Flapjack tenía un personaje, el Capitán Muñón, adicto al jarabe de arce. En Home Movies el azúcar provocaba borracheras. La primera encarnación de Las Supernenas convertía en trama de un capítulo la adicción de las protagonistas a los caramelos, mientras las desaboridas Supernenas del 2016 protagonizaban una historia resacosa tras atiborrarse de chucherías. La pareja de Historias corrientes pimplaba las latas de refresco como si fueran cervezas. Un pequeño chiste sustituía el licor por sangre en el film Bichos con un mosquito solicitando un Bloody Mary O+ en la cantina. Bart Simpson se emborrachó tanto con una bebida compuesta exclusivamente por sirope (en el episodio Explorador de incógnito) como para no recordar varias locuras cometidas la noche anterior entre las que se encontraba el alistarse en los boys scouts del lugar. Robot Chicken dotaba al azúcar de efectos similares a los de la farlopa (hasta el punto de que a un personaje se le escapaba la palabra «cocaína» al referirse a la sacarosa). Transformers: animated convertía el aceite de motor en el equivalente de la cerveza. Y Pinky y Cerebro optaban por la solución más inocua e incolora: emborrachar sus desgracias con agua. En Beavis & Butthead, la gamberra serie de Mike Judge dirigida a un público adulto, el azúcar era una de las sustancias (junto a la cafeína y otros estimulantes similares) que desbloqueaban a Porculio, un alter ego escatológico y chiflado de Beavis.

Durante el cortometraje The Big Snooze Bugs Bunny invadía los sueños de Elmer con un rebaño de conejos que parodiaban la estética y la música de los paquidermos rosáceos que liberó Dumbo. En ciertas localizaciones del videojuego multijugador World of Warcraft era posible contemplar elekks (criaturas fantásticas con pinta de elefante) de color rosa si el personaje iba borracho e incluso una de las misiones disponibles se titulaba Pink elekks on parade. En Los Simpsons, Homer drogaba accidentalmente con peyote a toda la ciudad de Springfield (episodio «¡Oh! en el viento») y, como consecuencia de ello, el personaje de Barney se veía obligado a combatir la visión de un monstruo cojonero bebiendo alcohol para invocar a un elefante rosa salvador: el legendario Trompi. En el videojuego noventero Bart’s Nightmare el mismo Barney se presentaba como enemigo a batir en uno de los niveles, y lo hacía montado sobre un elefante rosa volador.

The Big Snooze, Trompi en acción y Bart’s Nightmare.

Drogas para adultos

El caso de la familia amarilla de Matt Groening es singular al tratarse de una serie orientada al público adulto pero con una sólida audiencia infantil y pocas ganas de cortarse a la hora de utilizar el alcohol, su consumo y sus consecuencias como elemento cómico. Aunque con el paso del tiempo el show ha demostrado que tampoco se abochorna de tirar de otras sustancias: Homer consumió porros por prescripción médica y sufrió unos efectos alucinógenos más propios de la ingesta de LSD que de empuñar canutos, el alcalde Quimby escondió una planta de marihuana en su armario, Cheech y Chong visitaron la serie como guest stars y en el episodio «Barthood» (una parodia directa de la película Boyhood de Richard Linklater) un Bart adolescente descubría a su padre junto al jefe de policía Clancy Wiggum avivando los colores amarillos con un par de cachimbas.

Cuando la serie se alejaba de los humos y se agarraba a otros tipos de drogas los resultados lucían más llamativos: durante una visita al festival Blazing Guy (el equivalente en el universo Simpson al Burning Man celebrado en el desierto de Nevada) Marge consumía por accidente un té adobado con psicotrópicos y acababa flipándolo acompañada de una caravana de coloridas visiones. Otto, un personaje al que la serie le insinuaba aficiones fumetas (que la película confirmaba), escuchaba hablar a sus propios zapatos en medio de un colocón en «Homerpalooza». Lisa deliraba con monstruos que brotaban del cuerpo de su tía Selma tras beber el agua emponzoñada en un parque de atracciones. El episodio «Misionario: imposible» hizo que un Homer refugiado en los Estados Federados de Micronesia le pillase el gusto a lamerle el lomo a los sapos. En «Último tren a Springfield» Lisa visitaba los mundos del «Yellow Submarine» animado de The Beatles tras inhalar gas. Y entre tanta excursión a través de los delirios destacaba especialmente el paseo místico de Homer durante el capítulo «El misterioso viaje de Homer». Una travesía, detonada por unos pimientos picantes diabólicos, donde el cabeza de familia vagaba por un desierto extraño habitado por mariposas surrealistas, trenes flotantes, pirámides maya y un coyote interpretado por el mismísimo Johnny Cash.

Los Simpson a tope sin drogas.

Agonizando en medio de otro desierto a Beavis se le ocurrió masticar peyote en el largometraje Beavis y Butt-head recorren América y la mescalina lo catapultó a un videoclip infernal y maravilloso compuesto por imágenes, inspiradas en garabatos de Rob Zombie, que sacudían sus huesos al ritmo del «Ratfinks, Suicide Tanks, and Cannibal Girls» de White zombie, la agrupación que lideraba el mismo Rob a mediados de los noventa. En el episodio «Fiesta alucinógena» de Padre de familia, los hongos introducían a Brian en un mundo de pesadilla donde el resto del reparto se transformaba en criaturas espeluznantes. En general Seth MacFarlane, el propio creador de la familia Griffin, era muy amigo del delirio: en su largometraje de imagen real Un millón de maneras de morder el polvo utilizó la excusa del peyote indio para colar, de manera totalmente gratuita, una costosa y disparatada secuencia de alucinaciones donde ovejas con bombín, pajarita, mostacho y la voz de Neil Patrick Harris bailoteaban junto un Liam Neeson con forma de águila y testículos humanos.

South Park directamente jugó en su propia liga, el alma gamberra de la serie y tener como objetivo a un público adulto le permitió bromear con cocaína, marihuana, pastillas, LSD, metanfetaminas, la adicción a los medicamentos o incluso convertir la heroína en un videojuego donde pincharse era el camino para atrapar a un dragón rosado. Pero al mismo tiempo también se preocupó de establecer símiles disparatados con restaurantes de Kentucky Fried Chicken tan adictivos como para enviar a la clientela a clínicas de rehabilitación u orines de gatos que colocaban a la gente. En realidad, repasar los deslices con las drogas de unos guiones tan amigos de desbarrar es una tarea demasiado laboriosa, porque estamos hablando de una serie donde hay personajes que meten los huevos en el microondas para contraer cáncer de testículos y obtener marihuana por prescripción médica.

Drogas para todos los públicos

Los dibujos animados normalmente se han mostrado responsables a la hora de denunciar las desventajas de drogarse. Algunos lo hicieron a lo burro, como la serie El Capitán Planeta y los Planetarios donde una sobredosis se llevaba por delante al primo de una de las protagonistas para concienciar mentes. Otros como He-Man y los Masters del Universo, G.I. Joe, C.O.P.S. o Los pitufos también trazaron, con más delicadeza, relatos con moraleja incluida para alertar a la chavalada sobre las drogas. En ocasiones aquellas iniciativas generaban productos curiosos como es el caso de Cartoon All-Stars to the Rescue un especial de treinta minutos que mezclaba a las estrellas de diferentes shows (Bugs Bunny, las Tortugas Ninja, Alvin y las ardillas, los pitufos, Cazafantasmas o Winnie Pooh entre otros) para construir el Los Mercenarios de los episodios antidroga.

El laboratorio de Dexter, La balada de los Dalton, Beavis y Butt-head recorren América.

Deslizar entre el reparto a un personaje con pinta de consumidor habitual de estupefacientes también es una práctica común en el cine infantil, sobre todo cuando se realiza de modo que la insinuación sea evidente pero no oficial. Ocurre con el ya mencionado Otto de Los Simpson, pero también con Fillmore en la saga Cars de Pixar, una Volkswagen Transporter de 1960 que además de ser uno de los más evidentes iconos hippies, luce pintadas de flores junto a proclamas de paz y amor sobre su chapa, tenía la cara de amodorramiento característica de quién aspira más humos que los de la carretera. En Scooby-Doo la pareja formada por Shaggy y el propio Scooby-Doo daba la impresión de ser bastante amiga del cannabis si nos basábamos en la actitud, el habla, las maneras y, sobre todo, en el hambre voraz que el dúo de colegas arrastraba de manera inexplicable por todos los capítulos. Las sospechas resultaban tan evidentes que algunos productos derivados de la serie original las confirmaban sin disimulo: en la película Scooby-Doo que en 2002 trasladó los personajes a imagen real, Shaggy se encaprichaba de una chica llamada May Jane («Ese es mi nombre favorito» aseguraba de manera nada discreta sobre aquella Mari Juana de pronunciación anglosajona). Y un capítulo (titulado «Shaggy Busted») de la desvergonzada Harvey Birdman Attorney at Law centraba su trama en el juicio por posesión en el que se veía involucrado el propio Shaggy tras evadir un control policial durante un colocón.

Scooby-Doo, la película.

Graciosos resultan también los guiños a drogas más potentes. La todopoderosa Los Simpson reescribió la historia de Sid Vicious y Nancy Spungen con Lisa y Nelson en un romance punky salpicado de drogadicciones chocolateras: la parejita hacía rayas de cacao que vertían en la leche, calentaba chocolate en una cuchara para derramarlo sobre helado y ante una redada policial arrojaban su alijo de chocolatinas por el retrete. Durante la segunda temporada de El laboratorio de Dexter, el pelirrojo protagonista se alió con un barbudo héroe de acción para combatir el crimen y se topó con una banda de mafiosos que traficaba con harina. En El viaje de Arlo, el dinosaurio protagonista y su niño mascota protagonizaron una escena alucinatoria tras devorar fruta fermentada al sol. En La balada de los Dalton, los antagonistas de Lucky Luke metían el morro en un barreño de agua aliñada con setas alucinógenas y el viaje resultante les conducía a un musical Hollywoodiense con orquestas, coristas, nadadoras, Bailando bajo la lluvia y Frank Sinatra. Lo de Popeye con las espinacas puede considerarse el product placement de esteroides más descarado de la historia de la televisión.

Supervitaminarse y mineralizarse

En 1942 Paul Terry concibió una parodia de Superman pequeña y peluda llamada Super Ratón. Un animalillo con superpoderes que protagonizó ochenta aventuras diferentes en cines y televisiones durante un cuarto de siglo. En 1979 la compañía Filmation, los padres de He-Man y su tropa, resucitó al personaje para otorgarle un nuevo show televisivo de vida escasa. Y finalmente en 1987, Ralph Bakshi decidió adoptar al roedor y resucitarlo en la pequeña pantalla una vez más. Aquel Bakshi era el mismo hombre que se había labrado fama de transgresor al llevar al cine al personaje de cómic Fritz el Gato, obra de Robert Crumb, en una cinta tan descocada y gamberra como para convertirse en la primera película de dibujos animados a la que se le estampó la calificación X.

Super Ratón apuntaba al público familiar, pero los seres más frágiles y malpensados no acabaron de perdonarle a Bakshi sus antecedentes y saltaron sobre él en cuanto el programa les proporcionó una excusa. En 1988, una familia de Kentucky se sentó frente al televisor para ver reposiciones de las aventuras de un roedor volador y lo que vieron en la pantalla les aterró tanto como para telefonear a la American Family Association alertando de que aquel show infantil promovía descaradamente el consumo de cocaína. El problema era el capítulo «The Littlest Tramp», un episodio que contenía una secuencia donde Super Ratón olisqueaba los restos de una flor aplastada con tanta fuerza como para esnifarlos por completo. Era una escena fugaz que el propio equipo ya había considerado eliminar pero que finalmente se emitió tal cual en la televisión, un año antes de la denuncia desde Kentucky, sin recibir ningún tipo de queja. Donald Wildmon, mandamás en la American Family Association, le dio bombo al asunto acusando a la cadena de haber contratado a un pornógrafo que utilizaba el show para introducir a los niños en el consumo de cocaína. Tras varios meses aguantando la presión, Bakshi decidió eliminar tres segundos y medio del capítulo para que los trasnochados de la asociación dejasen de perseguirle por todos lados con un altavoz en la mano. «Ellos van a por Super Ratón porque yo creé a Fritz. Estudié en la escuela de artes industriales de Brooklyn, y recuerdo a maestros que renunciaron, que no pudieron enseñar lo que querían, debido al macartismo, y esto es exactamente igual. Super Ratón aparece feliz tras oler las flores porque le ayudaron a recordar a la niña que se lo vendió con cariño. Pero incluso cuando tienes razón las acusaciones se vuelven parte del aire que respiramos. Por eso acepté finalmente cortar aquella escena, porque no puedo tener a los niños preguntándose si Super Ratón está consumiendo cocaína».

«The Littlest Tramp».

Si aquello realmente fue intencionado o no es algo que a día de hoy solo saben a ciencia cierta Bakshi y el equipo responsable del programa. Super Ratón decidió desde entonces que se mantendría limpio alejándose de toda flora posible: en uno de los capítulos posteriores una niña intentaba venderle flores y el héroe las rechazaba de manera tajante. «Se ha convertido en un chiste privado», aclaraba su creador, «Super Ratón no volverá a acercarse a una flor durante el resto de su vida. No le vamos a permitir ni siquiera olisquear un perrito caliente». Entretanto, desde la televisión, el ratón volador se despedía al final de cada aventura diciendo a su público «¡Hasta el próximo programa amiguitos! ¡Y no olviden supervitaminarse y mineralizarse!».

Cinco años con Pablo

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Imagen del rodaje de Loving Pablo (2017). Imagen: Filmax.

Kilómetros antes de llegar ya empieza a sentirse. El basurero de Medellín no es una montaña cubierta de basura: es una montaña hecha de millones y millones de toneladas métricas de basura descomponiéndose todas a un tiempo. (…) Es el aroma dulzón de la muerte que a todos aguarda, un perfecto perfume para el día del Juicio Final.

Ese es paisaje escogido para la cita, el lugar exacto donde en 1983 comenzó el idilio: una montaña de basura. Ella ha accedido a la invitación y una vez allí se deja llevar hasta la cumbre. Está convencida de que mientras él siga a su lado podrá soportarlo todo. Así lo cuenta:

Iniciamos el ascenso por el mismo camino gris cenizo utilizado por los camiones que depositan su carga en la parte superior. Pablo conduce. A cada minuto siento que me observa, escrutando mis reacciones: las del cuerpo, las del corazón, las de la mente. Yo sé lo que él piensa y él sabe lo que estoy sintiendo.

El camión se detiene en lo más alto. Ella deja que él abra la puerta y nada más bajar apremia al camarógrafo, desenreda el cable del micrófono, repasa mentalmente las preguntas. Él está mirando la nube de buitres que revolotean justo encima de sus cabezas. Y sonríe al ver que un reguero de niños trepa por la basura y viene hacia ellos:

¡Es él, don Pablo! ¡Llegó don Pablo! ¡Y viene con la señorita de la televisión! ¿Van a sacarnos en televisión, don Pablo?

Les pide que se echen a un lado durante la entrevista. La cámara empieza a grabar. Ella es la periodista más famosa de Colombia, Virginia Vallejo; culta, atractiva, de familia acomodada. Él es Pablo Escobar Gaviria, tiene treinta y tres años, los mismos que ella, ocupa un escaño como representante parlamentario (como tal ha estado en la toma de posesión de Felipe González, en España), y para nadie es un secreto el origen de su fortuna. Pronto será el traficante de droga más conocido del planeta, el séptimo hombre más rico del mundo según la lista Forbes y, en unos pocos años, el hombre más buscado por el ejército colombiano y por la DEA estadounidense.

Acabada la entrevista, Pablo invita a Virginia a cenar en el Hotel Intercontinental, a cuya dirección ha dado instrucciones para que permanezca abierto el salón de belleza hasta que Virginia pueda «quitarse del pelo ese olor a mofeta fétida» (sic). La de esa noche será la primera de más de doscientas citas en los próximos cinco años, una buena parte de ellas en la misma suite de ese mismo hotel, adonde ambos viajarán no importa desde dónde porque Pablo pone sus once aviones y dos helicópteros a disposición de esos encuentros clandestinos. El volumen de su amor, ella lo dirá, se podría medir en la cantidad de galones de combustible gastados.

La entrevista del basurero se emitió por televisión, toda Colombia ejerció de testigo de aquel encuentro. Ella la contó muchos años más tarde en sus memorias, que tituló Amando a Pablo, odiando a Escobar, y es una escena escrupulosamente reproducida en la película Loving Pablo: la montaña de basura, los niños corriendo, Penélope Cruz encarnando a la periodista y un Javier Bardem que parece haber nacido para interpretar el papel, como si fuera Pablo Escobar quien hubiera estado toda su vida imitando a Bardem. La película, que compitió fuera de concurso en el último festival de Venecia y ahora inicia su recorrido comercial, cuenta los cinco años en que Pablo y Virginia fueron amantes y también el desencuentro durante los seis años siguientes. El seguimiento de su relación sirve de espejo al relato del auge y la caída del que fuera conocido como el primer narcoterrorista. Un personaje de leyenda que se ha vuelto recurrente en la ficción de los últimos años, y sobre cuya popularidad la propia Virginia Vallejo ha reclamado sus derechos en unas declaraciones recientes: «Con aquella entrevista del basurero di a conocer a Pablo, con mi libro lo convertí en mito, y ahora será mi historia la que llegue a los cines».

Obsesión compartida

Fue en 2003, veinte años después de la escena del basurero, cuando el director Fernando León de Aranoa empezó a interesarse por la figura de Escobar. Acababa de triunfar en los Premios Goya con Los lunes al sol, en la célebre gala del «No a la guerra». En las semanas que siguieron, el director y Javier Bardem intercambiaron lecturas y en ellos germinó un interés por Escobar que con el paso de los años derivaría en obsesión. Fernando León leyó entonces Killing Pablo, el libro escrito por Marc Bowden, y aún hoy recuerda la impresión que le produjo: «El libro dedica más páginas a los agentes que participaron en su persecución que a la figura de Escobar, que fue realmente la que nos atrajo a mí y a Javier. ¿Cómo era posible que eso no se hubiera contado en una pantalla?». Los dos siguieron leyendo, necesitaban más, era su persecución particular del narco, al que buscaban libro tras libro. Reportajes, informes, memorias, entrevistas… León de Aranoa asegura haber leído docenas de libros escritos por familiares, por policías, por militares, por lugartenientes de Escobar y también archivos desclasificados de la CIA y del FBI, cables de la embajada norteamericana…

Al mismo tiempo, a Bardem, cuyo prestigio internacional como actor empezaba a crecer de modo imparable, le llegaron varios guiones de grandes producciones de Hollywood con el encargo de que interpretase precisamente a Pablo Escobar, «pero siempre era el malo de la película, sin más», dice León de Aranoa, «el objetivo a batir, una espalda que corría por los tejados, o visiones parciales de su historia, como uno que recuerdo y que supongo que no se hizo porque no hubo noticia posterior sobre él, en el que se contaba solamente la estancia de Escobar en la catedral, la cárcel que se construyó a su medida». Apasionados ambos por la peripecia completa del personaje, decididos a confabularse para contarla, el empeño empieza a fraguar casi diez años después de aquella primera lectura, cuando cae en sus manos el volumen de memorias que Virginia Vallejo ha escrito desde el exilio en Miami.

«El punto de vista de Virginia nos permitía una narradora, un punto de vista externo al personaje que pudiera contarlo. La violencia que impregnaba la historia de Pablo Escobar se percibía mejor en la intimidad con ella que en las escenas de acción, cuando los sicarios disparan desde una moto o un coche explota por los aires. Los encuentros entre los dos amantes nos podían servir, además, como hitos que ayudasen a contar al mismo tiempo la degradación de su relación y la caída en desgracia del narco», dice León de Aranoa.

Virginia se convierte, por fin, en la llave de la historia. Pero Loving Pablo no sigue estrictamente las más de trescientas páginas de sus memorias, quien busque esa historia en la película no la va a encontrar, porque en ella el personaje de Escobar lo ha devorado todo. Cuando el director se sienta a escribir el guion quiere contar todo aquello que le resultó increíble desde las primeras lecturas. Tan increíble como solo puede serlo la realidad.

Desde que debutó en 1996 con Familia, León de Aranoa ha estrenado once largometrajes, cuatro de ellos documentales, pero esta es la primera vez que ha escrito una historia de ficción basada en personajes reales. Para documentarse y para iniciar los trabajos de localización viajó varias veces a Colombia, visitó los escenarios donde todo había sucedido y en algunos de ellos planeó al detalle jornadas de rodaje que más tarde serían anuladas. Conoció a personajes que no tendrían cabida en la película, recopiló datos que nunca utilizaría. La escritura se revelaba más que nunca un empeño descomunal, casi inabarcable: los primeros borradores del guion superaban las doscientas cincuenta páginas, el equivalente a una película de más de cuatro horas.

Y cuando va por la cuarta o quinta reescritura, le llega la noticia de que Caracol Televisión, una emisora colombiana, ha producido una serie que pretende contar toda la historia completa del narco bajo el título de Escobar, el patrón del mal. León de Aranoa recuerda haber cedido a la tentación de asomarse a un capítulo, aprovechando que la emitía un canal español, «con más envidia que otra cosa, porque en la serie disponían de setenta horas para contar la historia. Setenta horas, me dije, quién pudiera». La escritura del guion ya no tenía marcha atrás, y en aquel entonces pensó —lo sigue pensando— que en la historia de Escobar podrían convivir la versión televisiva y la cinematográfica. Un par de años después llegó la noticia de Narcos, la serie de Netflix que también cuenta a Pablo Escobar, esta vez a o largo de veinte capítulos. «Nos pilló demasiado avanzados como para que pudiera interferir de alguna forma», recuerda. «Creo que estábamos a un mes de rodar o algo así». La apuesta estaba sobre la mesa, la producción en marcha. Y la convicción, sobre todo, de que la pantalla grande merecía el empeño, aunque para cuando llegase el momento del estreno las aventuras del narco fueran terreno conocido. ¿Demasiado conocido?

Story original de Loving Pablo (2017). Imagen: Escobar Films / B2Y EOOD.

El agua en el desierto

Desde los tiempos de Los lunes al sol hasta el comienzo de la producción de Loving Pablo, Javier Bardem se ha convertido en una estrella, ha ganado un Óscar y ha sido nominado dos veces más. El compromiso de abordar el personaje de Escobar de la mano de León de Aranoa se ha mantenido intacto todos estos años, esperando el momento oportuno y el guion adecuado. A ese compromiso se suma ahora el de Penélope Cruz, que también ha ganado un Óscar y también ha sido nominada en otras dos ocasiones, y que en la película da vida a la periodista Virginia Vallejo. Esto pensó tras sus primeros encuentros clandestinos con Escobar:

No es bello ni educado, ni es un hombre de mundo. Pablo es, simple y llanamente, fascinante. Y voy a hacer que me necesite como el agua en el desierto.

Para dar cuerpo a esa fascinación durante el rodaje de la película, Javier Bardem se sometía diariamente a casi cuatro horas de maquillaje. León de Aranoa se sumaba cada madrugada a la sesión, cuando la caravana de maquillaje era la única luz encendida de todo el campamento de rodaje. Allí repasaban las escenas del día: no se puede decir que no tuvieran tiempo para hablarlas.

Loving Pablo es, con toda seguridad, la película con mayor presupuesto que ha dirigido. Ocho semanas repartidas entre Bogotá, Medellín y Girardot. Del plan de rodaje se escapó la escena más espectacular de toda la película, la que menos recuerda al cliché ya formado de «una película de Fernando León de Aranoa». La escena recrea el aterrizaje de una avioneta cargada de fardos de cocaína, que usa una carretera de ocho carriles como pista para tomar tierra. Para rodarla, el equipo de producción pensó justo lo contrario: busquemos una pista de aterrizaje abandonada y convirtámosla en autopista, pintando los carriles y llenándola de coches de la época. En la misma Colombia encontraron varias donde era posible rodar, pero por diferentes razones una tras otra tuvieron que ser descartadas.

Finalmente, la escena se rodó en Bulgaria. Eso es, sí: Miami en Bulgaria. Para entonces, el director había contado unas cuantas veces a su equipo la acción de la escena, paso a paso, plano a plano. En Bulgaria volvió a reunirles y volvió a contarla: «El director de arte nos preparó una autopista en miniatura, una banda de papel que extendió sobre el suelo, en la que dispuso coches y aviones de juguete. Con ayuda de eso pude explicarles la escena, y ahí me tenías, agachado, jugando con los cochecitos, ante la mirada de todos ellos». Es la definición gráfica de lo que es un director: jugando con muñecos y con cochecitos para entretenimiento de los que miramos. Un juego carísimo: para esa escena, ochenta coches de época —estamos en los años ochenta—, una avioneta, docenas de figurantes, todo rodado simultáneamente con tres cámaras.

«Hace poco leí una frase que dijo Kubrick y yo no conocía: si se puede escribir, se puede rodar. En esta película me he convencido de ello más que en ninguna otra, hasta me tranquilizaba pensarlo». Lo que está escrito: en una autopista de cuatro carriles en cada dirección, un tráiler da un estrepitoso volantazo y se coloca perpendicular, taponando el avance de los coches y dejando libres esos cuatro carriles para que, minutos después, ante el asombro de los que siguen atascados en sus vehículos, aterrice una avioneta. Justo entonces, no menos de una docena de individuos que esperaban en el arcén descargan los fardos de cocaína de la avioneta y los suben a sus pick up, con tanta premura que uno de ellos resulta atropellado y la mercancía salta por los aires dejando un rastro blanco sobre el asfalto como única huella de lo que allí ha sucedido cuando termina la descarga y la avioneta vuelve a volar.

La escena está montada sobre una canción de Bing Crosby, como una sucesión de planos subjetivos: la autopista oteada desde la avioneta, el tráiler que se cruza ante los ojos de los conductores, lo que ven los que cargan los fardos… «Salvo el momento en que cargan la mercancía, en el que el tiempo corre más rápido que en la realidad», dice León de Aranoa, «el resto está contado casi en tiempo real, con el punto de vista de varios conductores y la radio que se escucha en cada uno de los coches, como si el asombro ante la escena fuera repercutiendo en cada uno de ellos, con la sensación de que nosotros podemos ser uno de los que mira atónito lo que está pasando».

«Quería que cada escena de acción o de violencia tuviera un lenguaje diferente», continúa. «La escena de la avioneta es como una pieza musical, pero en los asesinatos callejeros, sin embargo, busqué una violencia áspera, desnuda, que trasmitiera la sensación de improvisación. En otras el planteamiento era más teatral, como si mirásemos desde fuera lo que está sucediendo dentro de una jaula».

Animal que huye

En otro de los momentos más llamativos de Loving Pablo, el narco recibe el ataque imprevisto de los helicópteros del ejército colombiano cuando está refugiado en la selva. La escena arranca con Escobar dentro de una cabaña que comparte con una adolescente, los dos desnudos, y sigue el caótico zafarrancho de combate con el que los hombres de Escobar se defienden del ataque lanzando contra los helicópteros ráfagas de kalashnikov… y una bandada de palomas que sueltan con el objeto de que intercepten en su vuelo las aspas de los aparatos. Todo está rodado en plano secuencia, «porque es la mejor manera de que asistamos a la urgencia del momento y porque, pese a que parece más complicado, en realidad es lo más eficaz: si tuviera que fragmentar esa secuencia en planos necesitaría tantos para contarla que probablemente no tendría tiempo para hacerlo o no sería capaz».

Escobar huye, desnudo, con el AK en la mano. Desde el helicóptero lo vemos cruzar un río como un animal enrabietado, parece un enorme jabalí al que acaban de despertar y escapa sin rumbo, decidido a encontrar al que ha encendido su rabia. Pocos minutos después el Escobar de la ficción anuncia a una emisora de radio, tal como hizo el real, que ya se acabó el tiempo del plomo. A partir de ese momento comienza el de la pólvora, el del terrorismo, «el arma atómica de los pobres». Ese anuncio abre paso a una de las décadas más sangrientas de la historia de Colombia. Una deriva que el director considera la culminación de un proceso de inadaptación: Escobar había sido rechazado del Country Club, pese a que era millonario; le habían expulsado del Congreso Nacional, pese a que había sido elegido representante, y ahora intentaba con bombas lo que no había conseguido por su dinero o con la política. En la película, el personaje escrito por León de Aranoa se lo dice así a su hijo: «Tienes que conseguir que te quieran. Si no lo consigues, haz que te respeten. Y si tampoco lo consigues, haz que te teman».

Ese mismo ciclo sigue la relación de la periodista con el narco: primero le quiere, luego le respeta y finalmente le tiene miedo. «No quería fiarlo todo al dinamismo de la historia, al de la violencia», dice el director. «Para mí era importante que al menos los dos personajes protagonistas tuvieran capas, que me gustaran los dos, que supiera contar bien la evolución de la relación entre ellos».

Esa relación duró cinco años. El mismo tiempo que ha transcurrido desde que León de Aranoa y Bardem tomaron la decisión de producir la película hasta que ha llegado la fecha de su estreno. Cinco años buscando la manera de contarlos, fascinados por ellos como también los personajes reales sintieron mutua fascinación. Podría decirse que León de Aranoa ha buscado en esta historia a su contrario, lo que no tenía, la película que no había hecho hasta ahora y la que menos responde a lo que se espera de él. De la misma manera que Escobar y Vallejo se unieron cuando eran dos polos opuestos. Escobar vio en Virginia lo que nunca podía alcanzar: su clase social, esa envoltura, esa inteligencia social y política que a él siempre le faltó y que no encontraba en las reinas de belleza que ponían a su disposición. Virginia Vallejo, por su parte, hizo con él de Pigmalión, consiguió una exclusiva periodística que acaparó durante un lustro. Cinco años en los que Escobar tan pronto le regalaba poemas de Neruda a los que añadía una firma como intentaba acabar con su vida ahogándola con una almohada.

Así se lo dijo Escobar, así lo cuenta Virginia Vallejo en sus memorias: «¿Acaso crees que yo soy solo tu Pablo Neruda? ¡No, no, Virginia! Yo soy también… ¡tu Pablo navaja!».

Cinco años que fueron, que han sido, cualquier cosa menos aburridos.

Story original de Loving Pablo (2017). Imagen: Escobar Films / B2Y EOOD.

Una vieja mula del cártel de Sinaloa

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Ilustración de Diego Cuevas.

En las oficinas de la DEA (la Administración para el Control de Drogas) de Detroit empezaron a ponerse nerviosos al repasar por enésima vez la contabilidad garabateada a mano que habían requisado a diversos narcotraficantes importantes. Y la culpa de tantas preocupaciones la tenían las imposibilidades logísticas presentes entre aquellos datos que amasaban los agentes: según el papeleo interceptado, en febrero de 2010 una operación clandestina había logrado colar doscientos cincuenta kilos de cocaína en las calles de Detroit. Lo llamativo en este caso no era tanto el volumen del alijo como el número de implicados, porque todo apuntaba a que aquella cantidad de droga había sido introducida en la ciudad por una única persona. Pero lo realmente sorprendente es que se trataba de la misma persona que también se las había apañado para volver a colar en la urbe otros doscientos cincuenta kilos de coca durante el mes de marzo de 2010. Y otro cuarto de tonelada a lo largo del abril de ese mismo año. Y doscientos kilos más durante mayo, a los que siguieron otros doscientos a lo largo de junio. En algún lugar del país se escondía un fulano con el superpoder de pasar completamente desapercibido que llevaba una década dedicándose a regar Detroit con cordilleras de farlopa.

Lirios de día

La familia Hemerocallis es una estirpe de plantas que destaca por lucir flores tan llamativas como efímeras por culpa de unos pétalos que gustan de abrirse al amanecer pero pierden el interés por seguir vivos a la altura del atardecer. Una secuencia que se repite diariamente durante los meses de floración gracias a la envidiable capacidad de la propia especie para reemplazar las corolas marchitas por nuevas flores a la mañana siguiente. Aquellos pétalos de las Hemerocalis se convirtieron en los principales responsables de la popularidad de la que gozaría este tipo de planta, por un lado porque su naturaleza de vida escasa propició que el pueblo llano las rebautizase con el menos científico pero más poético nombre de «lirios de día». Y por otra parte porque lo hermoso de su flor, unido a lo sencillo que resultaba crear artificialmente nuevas variedades, las convertía en un campo de pruebas perfecto para los horticultores que gustaban de jugar a ser Dios fabricándose sus propios ejemplares originales.

En la actualidad, el género Hemerocallis da cobijo a una quincena de especies naturales de las tierras asiáticas y a varios miles de variantes elaboradas por jardineros aficionados a hibridar flores y ver qué se obtiene removiendo ADN vegetal. Floricultores que por norma general aprovechaban para bautizar con su propio nombre a las creaciones engendradas. En 1986, una nueva Hemerocallis con pétalos teñidos en tonalidades lavanda, una zona ocular de gradación gris ahumada y una garganta verdosa, entraba  a formar parte oficialmente de la enorme lista de lirios de día reconocidos. Aquella planta se llamaba Siolam Leo Sharp en honor al jardinero que se había encargado de elaborarla, un afable sexagenario veterano de la Segunda Guerra Mundial que tras servir a su país había decidido meterse en otros jardines y enfilar la flora.

Lincoln cruzando Arizona

El cártel de Sinaloa lleva desde mediados de los años ochenta acumulando méritos para ser considerada la organización de narcotráfico más poderosa del mundo, algo que la United States Intelligence Community opina que ha logrado con bastante holgura. En 2011, aquella empresa históricamente comandada por Joaquín Guzmán, alias el Chapo, y especializada en traficar con drogas, abrillantar billetes, separar cabezas de cuerpos y agasajar con baños de ácido a sus haters, llevaba ya un buen montón de meses en la mirilla de una DEA con ganas de zancadillear la circulación de estupefacientes en el estado de Michigan. La agencia antidroga se las apañó para pinchar una decena de teléfonos de narcotraficantes y dedicó varios meses a analizar conversaciones que llegaban escasas de nombres y abarrotadas de apodos.

Entre tanto mote, uno llamó la atención de los agentes por convertirse en diana habitual de bromas entre los narcos: el Tata. Un alias bajo el que se escondía el más valioso de los transportistas de la droga del cártel, un mensajero que se había convertido en legendario gracias a su inexplicable habilidad para lograr que cientos de kilos de cocaína circulasen con alegría ante las narices de los agentes antidroga. La DEA tenía como objetivo derribar aquella figura de leyenda y ya sabía dónde y cuándo hacerlo gracias a la información de las conversaciones intervenidas: el 21 de octubre de 2011 Tata circularía por la interestatal 94 en dirección a Detroit, sentado sobre un montón de ladrillos de coca y conduciendo una furgoneta Lincoln.

El operativo para interceptar la droga asentó varias patrullas a lo largo de la autopista interestatal. Una de ellas localizó el vehículo de Tata a las tres de la tarde e inició una discreta persecución formal a la que se fueron sumando el resto de coches de la DEA situados en el trayecto hacia Detroit. Una hora más tarde, cuando toda una procesión de vigilantes perseguía a Tata formando una curiosa romería antidroga, la furgoneta Lincoln se desvió de manera súbita de la ruta y los agentes temieron haber sido descubiertos por una de las mulas más hábiles y legendarias del mundo del narcotráfico. Pero se trataba de una falsa alarma y Tata tan solo se había salido de la autopista por culpa de la gusa para agarrar algo de comida rápida a través de la ventanilla de pedidos de un restaurante. Minutos después, la furgoneta sospechosa volvía a encarrilar la autopista y la comitiva de la DEA retomaba la persecución tras suspirar aliviada.

Ilustración de Diego Cuevas.

A media tarde, uno de los agentes estatales se adelantó para interceptar el vehículo de Tata utilizando como excusa algún tipo de infracción menor. La furgoneta se detuvo a un lado de la carretera y su ocupante saltó del interior en busca del oficial en lugar de esperarle en el interior del vehículo. El conductor de la Lincoln, aquel individuo apodado Tata que se había convertido en la mula más prolífica del cártel de Sinaloa, era un anciano menudo, escaso de dientes y de aspecto desaliñado. Un viejecillo que aparentaba confusión y una severa sordera cuyo nombre real era Leo Sharp. Tras bajarse del coche, el hombre solo tardó una frase y media en jugar la baza del fulano senil espetando un «a mis ochenta y siete años exijo saber por qué he sido detenido». Se mostró muy ofendido cuando el agente le preguntó si llevaba algún tipo de arma y le pareció especialmente ridículo someterse a un cacheo. El hombre explicó al oficial que era un veterano de la Segunda Guerra Mundial, que en la actualidad se había metido en el mundo de la hibridación botánica porque todo el rollo de crear nuevas especies vegetales ayuda a convertir el mundo en un lugar mejor. También comentó que había residido en Iowa, Florida y Hawái, que últimamente su cabeza no funcionaba demasiado bien y que el motivo de su viaje era reunirse con un excompañero de guerra de quien no recordaba ni su nombre de pila, ni su dirección, ni su teléfono. Se negó a que la policía deslizase sus narices en el interior del vehículo y estos optaron por utilizar las fosas nasales de un can especializado en detectar narcóticos. Cuando el perro señaló que la pick-up tenía premio, Sharp escupió un «¿por qué no me matáis y me dejáis abandonar este planeta?». Los agentes reventaron el cerrojo de la parte trasera de la furgoneta (Sharp aseguraba que no tenías las llaves) y se toparon con un ciento cuatro ladrillos de cocaína bien colocaditos.

Una vieja mula

En 1944, durante la Segunda Guerra Mundial y dos días antes de que Europa pusiese toda su atención sobre la famosa batalla de Normandía, Leo Sharp y sus compañeros de la 88ª División de infantería de los Estados Unidos (un destacamento conocido popularmente como los Fighting Blue Devils) se enfrentaron al ejército alemán en una sangrienta contienda en los alrededores de Roma. Tras derrotar al ejército nazi, la 88 se convirtió en la primera división estadounidense que lograba entrar en la città eterna, una victoria notable cuya importancia fue parcialmente eclipsada por todo el follón del Día D que tendría lugar un par de jornadas después. Pero aquello fue solo el punto de partida de las desventuras de la 88ª División de infantería, durante los meses posteriores los Blue Devils batallarían contra tanques alemanes en Monterosi, asaltarían la ciudad fortificada de Volterra, guerrearían a lo largo del río Arno y tratarían de atacar la línea gótica para acabar librando un combate sanguinario en el monte Battaglia. Operaciones militares durante las cuales la 88ª División de infantería llegó a perder a más de quince mil hombres en el campo de batalla. Cuando la Segunda Guerra Mundial llegó a su fin, Sharp y su destacamento de demonios azules fueron condecorados con la Estrella de Bronce en reconocimiento a su heroísmo.

Tras la contienda, el hombre decidió cambiar lo de plantar plomo en otros seres humanos por plantar semillas en macetas y se estableció en Michigan City, Indiana, para dedicarse al negocio de las flores. Pero, pese a pillarle el truco a la jardinería hasta el punto de lograr bautizar una nueva especie de lirio con su nombre, las cosas no le fueron del todo bien. El dinero no le daba para todo y de un modo u otro acabó convirtiéndose en el repartidor de droga de uno de los cárteles más peligrosos del mundo. En una entrevista a la cadena ABC, aclaró que el truco para pasar desapercibido en aquel trabajo era que no existía truco: «Simplemente, la policía no se va a molestar en parar a un viejo que atraviesa Arizona en coche». En la misma entrevista dejaba caer que en el fondo su visión de la coca tenía cierto romanticismo vegetal: «Todas las plantas de Dios que son capaces de alegrar a la gente han sido creadas con un propósito: para animar las mentes de las personas deprimidas y demostrarles que pueden sentirse bien».

Tras su detención en la interestatal 94, el Tata fue arrestado y juzgado. Darryl Goldberg, su abogado defensor, utilizó ante la juez del distrito el comodín del viejo con demencia que otrora fue un héroe del Call of Duty: «El señor Sharp ya estaba matando nazis en las montañas antes de que nosotros hubiésemos nacido. Y así no es como debemos honrar a nuestros héroes, aunque hayan caído en desgracia». Pero la treta no funcionó y el día de su nonagésimo cumpleaños Sharp fue condenado a tres años de prisión y otros tres de libertad vigilada. El Tata anunció que sus planes inmediatos pasaban por meterse un tiro en la cabeza para evitar habitar en una jaula («No pienso vivir en un váter con barrotes») y su abogado advirtió que el hombre no sobreviviría a la estancia en la trena. Al primero no le hicieron falta balas y el segundo no iba demasiado desencaminado: un año después de ingresar en la cárcel, Sharp fue liberado al ratificarse que se encontraba en las últimas. Pero Sharp todavía aguantaría un año y medio más sin abandonar el planeta. En diciembre de 2016 falleció en su casa a los noventa y dos años.

Clint Eastwood, ese señor al que últimamente le ha dado por hablar con gente invisible pero que allá por 1970 protagonizó Dos mulas y una mujer, ha insinuado que a lo mejor vuelve a ponerse delante de las cámaras para interpretar la vida y milagros de ese soldado veterano, jardinero habilidoso y traficante ninja conocido como Tata. Otro tipo de vieja mula.


Los modernistas que inventaron el underground

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El bebedor de absenta, de Viktor Oliva, 1901.

Son melenudos, son estrafalarios, escriben o hacen parecer que escriben, pero más se los ve en la calle, preferiblemente de noche. Hace años que no dejan de alborotar y dar motivos para alimentar la leyenda de disolutos que se han forjado. Son ruidosos, son provocadores. Beben mucho; vino barato cuando no hay otra cosa, y absenta los días que han podido reunir un extra de dinero. La absenta es el nuevo santo y seña de la fauna literaria que se ha decidido a asediar a la literatura oficial —esos prohombres de la Academia, realistas, utilitaristas, artesanos de libros pulcros que nadie leerá cien años después—. Hay mucho mito al respecto, pero es verdad que la absenta hace mucho más que inducir la cogorza: también regala momentos mágicos de paseo sideral y encuentros con elefantes multicolores encaramados sobre patas de araña. No son modernos, son yonquis del estar siempre por delante de la moda. En el alias con que los nombran los voceros del establishment pretenden que vaya su condena: así los llaman, «modernistas». Los melenudos asumen el insulto porque es vecino de la insolencia, y porque esconde lo que de alguna manera vienen diciendo con su actitud, que hay que huir de lo moral como de lo que es pobre, que dijo Oscar Wilde. Estamos en 1900, año arriba, año abajo. Con ellos ha nacido en España el underground. Cuando cien años más tarde haya que referirse a los modernistas en los libros será imprescindible ponerles sordina o bien adecentar su aspecto. No son modelo para jóvenes.

Hordas militantes del placer

Underground, hemos dicho. Con todas las consecuencias. Porque suponen una evolución del personaje también revolucionario que fue el romántico hasta la figura del bohemio, que se gana el estatus de proscrito. Porque enarbolan con pleno orgullo una voluntad de envilecimiento, por la que considerarán que su patria es la canalla y nadie más que ella vale su poesía. Porque su vida al margen —frecuentadores de prostíbulos, adictos al éter y la heroína, fumadores de opio— dejará de ser cuestión privada y se darán a escandalizar el patio de la santa moral pública. Porque se lanzarán a la experiencia bizarra de la libertad, aunque les suponga eludir la sociedad de los que triunfan para recluirse en otra de dimensión marginal. Flâneurs, borrachines, anarquistas, amigos de la gente mala, los travestidos, los ateos, las cupletistas: chusma, en fin, que ya solo tiene fe para el santo Friedrich Nietzsche que anunció el advenimiento del hombre sin ataduras ni destinos ultraterrenos.

―Es al amanecer […] / la voz enronquecida y balbuciente
de los trasnochadores soñolientos / que marchan con alegres prostitutas
en busca del placer, rendidos y ebrios / […]
¡Quién sabe si esos cantos de alegría, / están de rabia y de amargura llenos […]! ¡Quién sabe si algún día, / de amor, de pan y de igualdad hambrientos […] caerá a los suelos / el actual edificio / menguado y falso, deslumbrante y viejo!

(Antonio Palomero, «Al amanecer»).

Épater le bourgeois será la nueva consigna. Que se asusten nada más verlos, que se santigüen con solo oír el nombre de los modernistas. Y nada mejor para ello que el revival de la bacanal y de toda juerga de la que Baco hubiera podido ser promotor. Vuelve la bestia de los deseos y su diabólica máquina corruptora. Dice Cirlot que esa nueva deriva significa «el abismo de la desilusión apasionada de cada individualidad humana, a través de la emoción llevada al paroxismo y en la relación con el sentido pretemporal de la orgía». Dicho con más propiedad que durante el Cinquecento, es preciso volver a una moral anterior al cristianismo, si es que va en serio esto de elevar por fin la nueva modernidad. Contra la ética y contra la estética respetable, la dimensión underground.

La nueva feminidad devorante

Friso de Beethoven, de Gustav Klimt, 1902.

No hay prácticamente autoras entre los modernistas, es cierto, sin embargo sí que hay una hiperrepresentación de la mujer desde un nuevo arquetipo. En concordancia con el ímpetu de rebeldía que alienta a los bohemios, la mujer, el género históricamente relegado como subalterno, debe ser objetivo principal de su revolución. La nueva mujer será la mujer resolutiva, la mujer dueña de sí que por fuerza habrá de atemorizar al hombre. Francisco Villaespesa propone dos modelos de mujer, que son dos formas de amores extremos: «iSansón, agonizante, se acuerda de Dalila, / y Cristo, en el Calvario, recuerda a Magdalena!». Es la nueva mujer consciente de su poder, la que lleva en bandeja la cabeza del Bautista, como en la Salomé de Wilde, la que pinta Klimt con su escandaloso catálogo de vaginas mostrando el vello púbico, o Von Stuck, sosteniendo la serpiente amiga que amenaza a quien se atreva a encararse a la nueva mujer. En todas esas obras es evidente el aviso al hombre, a todos los hombres.

Un arquetipo de esa mujer inminente lo encontramos en la novela Bohemia sentimental, del guatemalteco afincado en Madrid Enrique Gómez Carrillo. En su relato aparecen dos bohemios, amigos íntimos de Verlaine, que acaban de escribir sendas obras teatrales y se disponen a estrenarlas. Uno de ellos, Luciano, inesperadamente se la ha vendido a un tipo sin talento pero podrido de dinero que quiere engalanar su currículum con obras que tengan su firma. René Duran, el millonario, será también el encargado de elegir a la que será protagonista, y elige a Violeta, una excocotte que encarna la seducción fatal que necesita la obra. Más que eso, porque en ese momento Duran anda perdiendo el norte por Violeta, con la que mantiene un agitado affaire sentimental. Contra lo esperado, Violeta experimenta una iluminación que la vuelve consciente de todo su poderío: el hecho se produce durante el estreno de la obra del otro amigo, Luis, que le provoca una sacudida vital que la pondrá patas arriba. Literalmente. Al salir de la obra, «sintiéndose embriagada por el aliento erótico», le hace saber a su —todavía— amigo Luciano parte de su pasado como prostituta, y especifica: todo fue «en aras de un ideal». Así, literalmente otra vez. Su declaración recoge una variación inesperada en el género confesional, y es que ahora Violeta siente que puede y debe confesar su pasado, asumirlo sin miedo y encarar el futuro con plena conciencia de su capacidad para manejar las riendas de su vida. Como Virginie Despentes, solo que en 1899. La respuesta de Luciano no puede ser de censura, al contrario, experimenta una súbita atracción por esa mujer independiente y empoderada, tanto que se convierte en su nuevo amante. Violeta rechaza la seguridad que le ofrece el millonario Duran para abrazarse al bohemio pobre con el que decide vivir en adelante.

El respeto por la nueva mujer encuentra en Manuel Machado una formulación gloriosa. Se trata del poema «Antífona», donde mantiene ese mismo tono de respeto por la mujer, cualquier mujer: «¡Bah! Yo sé que los mismos que nos adoran / en el fondo nos guardan igual desprecio. / Justas son las voces que nos desdoran… / Lo que vendemos ambos no tiene precio». La actitud hostil y despreciativa contra el establishment podría urdir un himno revolucionario, pero ni siquiera a eso aspira un modernista. Le basta con reírse desde su mansarda de quienes detentan el poder del mundo, ámbito cultural incluido. Pero lo inesperado en esa declaración es que equipare su arte de poeta con el de la mujer, prostituta por más señas. «Crucemos nuestra calle de la Amargura —termina diciendo— (…), hetairas y poetas somos hermanos». Hermandad, nada menos. La cofradía del Santo Nombre Bohemio y Modernista. Por oposición a la actitud de máximo respeto por la prostituta que manifiestan los modernistas, el comportamiento de ciertos chicos de clase bien que se visten y pasan por modernos —pero que maltratan y humillan a las prostitutas de Madrid en esa época— resulta una muestra nauseabunda de resabios paleolíticos-y-sin-embargo-no. También eso lo cuenta otro bohemio, Ramón Pérez de Ayala, en Troteras y danzaderas. Frente al dandismo aristocrático —que no deja de ser la manada clasista con ocasión de moderna—, más bohemia militante y subversiva. Hombres del mundo: tomad nota de que ha llegado para quedarse la Mujer Nueva. Schopenhauer lo advirtió, aquí está cumplida su profecía: bienvenida al mundo, «feminidad devorante».

Y, de repente, la homosexualidad

Enrique Gómez Carrillo en París, ca. 1912.

Cualquiera que haya estudiado la literatura española en una clase de instituto corriente sabrá que la homosexualidad nunca existió en España. Que los autores de todos los siglos han sido una suerte de santones que dieron al acervo común libros maravillosos como benditas obras de misericordia. Hombres —alguna mujer— de vida inspiradora y moral probada. Gentes que, como mucho, un día tuvieron un desliz del que se arrepintieron a tiempo como Agustín de Hipona para acabar engrandeciendo aún más su maravillosa biografía. Y así es como la tradición conservadora española transmitió siglo tras siglo un relato pétreo de literatura única, casta y apta para todos los públicos, no como las de otras naciones, que parieron esos engendros que ya ustedes conocen.

La primera frase del párrafo anterior podrá discutirse, pero dice exactamente lo que en sentido recto parece decir: que un adolescente terminará sus estudios dando por válido un mito: el de que en la España anterior a nuestro tiempo todo funcionaba como Dios manda. Uno tiene que investigar mucho para descubrir por sí mismo que en la Edad Media hubo una tolerancia sexual generosa y bastante libre de prejuicios; que en el XVIII el erotismo en público gozó de una permisividad que aún hoy nos parecería temeraria; que buena parte de los poetas de los últimos siglos han sido homosexuales de alcoba para adentro. La pregunta, por tanto, que se impone es esta: ¿Hubo, con la llegada de la contracultura modernista, un discurso de lo ilícito sin temor a las formas de sanción habituales de la moral oficial? ¿O habrá que aceptar que todo el modernismo, como rezan los libros de texto, se halla condensado en el verso de Darío «La princesa está triste, ¿qué tendrá la princesa?»?.

A tenor de los textos que acabamos de visitar parece que alguien se dejó sin explicarnos buena parte de la literatura que se coció dentro de ese underground de principios del siglo XX que fue el modernismo. Y huelga decir que en el asunto de la homosexualidad no podía ser de otra manera. Y todo porque aquí, y por primera vez, la homosexualidad entra con pleno derecho en el ámbito de la literatura escrita. En un relato de Luis Antón de Olmet titulado «Churrigurri» aparece una escena alegre que hoy habríamos situado en la normalizada Chueca. En el relato transcurre en el café Fornos, uno de los paraísos bohemios, donde, después de haberse dado varios lingotazos de ajenjo, suena una canción de moda y la fauna en pleno, todos hombres, «se cogen de la cintura (…) y en parejas danzan por el café derribando sillas, atropellando mesas y alzando un largo estrépito de carcajadas». Otro ejemplo lo encontramos en La horda, de Blasco Ibáñez. El protagonista, Maltrana, se convierte en habitual de una cervecería del centro donde se agolpaban refinados poetas cuya costumbre era llamarse entre sí cambiando el género de sus nombres. Un día de tertulia, Maltrana se levanta y sale del garito después de haber notado que «una mano ágil, de femenina suavidad había trotado sobre sus piernas por debajo de la mesa».

Pío Baroja también retrató el underground madrileño en algunas de sus obras de juventud, muy especialmente en Silvestre Paradox. Allí recoge por escrito algo que siempre ha sido común —aunque infando— en el Madrid conservador del barrio Salamanca: aristócratas, toreros, chicos de familias bien alternan con travestidos de la época de nombres fantásticos como la Zoila, Varillas, la Escarolera. No es que sea novedad, lo novedoso es que se ponga por escrito y se haga público en forma de libro como parte del discurso ilícito que fascina a los modernistas. Baroja volverá al mundo homosexual en Aurora roja, como también lo harán el inefable Alejandro Sawa —el Max Estrella de Luces de bohemia en su tremenda Iluminaciones en la sombra, o Ramón Pérez de Ayala en Troteras y danzaderas, o la magnífica Carmen de Burgos en El veneno del arte. Claro que pocos se atreverán a visibilizarse ellos mismos como homosexuales: uno de los pocos que lo hagan será el citado Gómez Carrillo, quien, sin columbrar las represalias de su novia o el desdén de sus amigos, cuenta cómo se besó en público con un chapero conocido como Ramoncito. Le costó el destierro. Y la huida de su novia. La anarquía sexual que anunciará noventa años después Elaine Showalter estaba aún demasiado tierna en el caldo del novecientos.  

Visto desde una óptica post como la nuestra, el territorio contracultural en que se mueven estas novelas sorprende por la naturalidad con la que asume la sexualidad en cualquiera de sus variantes. Y es algo que resulta coherente con los principios de ruptura con la moral tutelada que mueven a estos escritores. Sin miedo alguno a ver su obra secuestrada, un bohemio como Villaespesa se atreverá a juntar en un soneto todas las formas de la desviación moral que hoy serían inadmisibles en un libro de literatura para adolescentes:

Sus rojos labios sáficos, sensitivos y ambiguos,
a la par piden besos de hombre y de mujer.
(…) Ama los goces sádicos. Se inyecta de morfina;
pincha a su gata blanca. El éter la fascina,
y el opio le produce un ensueño oriental.

Por alusiones, toman la palabra las drogas.

Morfina, kif, opio, ajenjo: los cuatro fantásticos del placer

(Detalle) Madeleine. L’absenta o Au Moulin de la Galette, de Ramon Casas, 1892.

«El hada verde» llamaban en Francia a la absenta. Aquí fue ajenjo, por el nombre tradicional de la Artemisia absinthium, el ingrediente básico de este licor de hierbas nacido en Suiza y que a finales del XIX se convierte en la bebida cool por excelencia. A la potencia de su alcohol hay que añadirle el ligero efecto narcótico que provoca, y que rápidamente la ha convertido en presencia necesaria de cualquier aspirante a ser tomado en serio en el underground. La absenta es consumida por los modernistas con el exceso que se esperaba y no se arredran ante el deseo de alabarle sus cualidades. Luis de Oteyza la vindica en el poema titulado «Ajenjo»: «Morfina del alma / es el verde ajenjo. / Los que me censuran son necios que ignoran / el santo consuelo». Más alborotado parece Eduardo de la Barra en el prólogo a Azul, el primer poemario de Darío, cuando dice: «Los poetas neuróticos de esta secta hacen vida de noctámbulos y recurren a los excitantes y narcóticos para enloquecer sus nervios, y así procurarse visiones y armonías y ensueños poéticos. Acuden a la ginebra y al ajenjo, al opio y a la morfina, como Poe y Musset, como los turcos y los chinos. El deseo de singularizarse es su motor, la neurosis su medio».

Potenciadora de la imaginación o lenitivo vital, así es como se normaliza la absenta entre los modernistas. Pero también como aceleradora de la locura, la última ayuda en el camino de la autodestrucción: «¡Servidme ajenjo!… —dice el poeta José Durbán— Triste y abatido / quiero, ¡oh amigos!, olvidarlo todo, / y en el fondo del vaso está el olvido. (…) Allí, en el fondo de la copa oscura / surge el siniestro clown de la locura / y clava en mí los ojos espantados». Aunque nadie más bizarro que Valle-Inclán cuando da a la imprenta un poemario al que bautiza con nombre de droga: La pipa de kif. El kif, el preparado de cannabis que, una vez prensado, se convierte en hachís, aparece abiertamente en el poemario —y en varias ocasiones— como camarada fiel del escritor. En ocasiones, porque el kif libera las tensiones del adulto y lo devuelve a una condición anterior a la moral: «El ritmo del orbe en un ritmo asumo, / cuando por ti quemo la Pipa de Kif, / y llegas mecida en la onda del humo / azul, que te evoca como un leit-motif». En otros momentos, porque la droga pone alas, el poeta se viene arriba y lanza un «¡Aleluya!» disolvente contra los poetas de la vieja estética: «Yo anuncio la era argentina / de socialismo y cocaína». Llegados a este punto, ya todo es posible en su deriva empoderada de farlopa: «La lujuria no es un precepto / del Padre: es su eterno concepto». Y ya, cuando todo parece quedar en apenas unos apuntes a vuelapluma, Valle-Inclán se lanza a hacer un repaso de todo su arsenal químico en el poema titulado «La tienda del herbolario». O sea, él mismo. De la marihuana dice: «Cáñamos verdes son de alumbrados, / monjas que vuelan, y excomulgados»; el efecto euforizante de la coca le inspira un pareado golfo: «¡Coca! A tu arcana norma energética / rimo estas prosas de apologética»; continuando con las drogas del ámbito americano, Valle-Inclán alaba el licor de los aztecas: «Zumo de pita. Pulque. Placeres / de Baco, y celo por las mujeres»; opio, por supuesto: «¡Adormideras! Feliz neblina, / humo de opio que ama la China». El poema acaba, en un giro vanguardista y socarrón, de la única manera posible: cuando se finiquitan existencias: «Se apagó el fuego de mi cachimba, / y no consigo ver una letra. / Mientras enciendo —taramba y timba / tumba y taramba— pongo una &». El libro es de 1919. Diecinueve diecinueve. No emociona mucho pensar que en el veinte dieciocho solo los muy kamikazes se atreverán a tuitear algo similar; darlo a la imprenta, ni hartos de farlopa.

Así murió Alejandro Sawa, príncipe de bohemios

Alejandro Sawa (1862-1909).

Qué podría decirse de un movimiento —artístico o social o político o…— que no tuviese su bello cadáver sino que no merecería perdurar en la memoria. El imaginario colectivo los requiere continuamente para sostener la necesaria mitomanía, y los requiere siempre jóvenes, hermosos, exultantes de vida. Por supuesto, el modernismo tiene muchos y agraciados rostros visibles, y sobre todo un jefe de filas incuestionable en el nicaragüense Rubén Darío. El bello cadáver, en cambio, lo habrá de poner otro más vulnerable, su amigo Alejandro Sawa. Hijo de griego y sevillana, Sawa es un tipo de fuerte tirón sexual, mirada desarmante, porte patricio. En contra de lo que aparenta, Sawa ha sido más tiempo pobre y bohemio de lo que cabría esperar. Llegado a Madrid, no tardó en ser cabeza de la militancia contracultural pero, tan pronto como logró el reconocimiento, se marchó a París, que es en ese momento el lugar-donde-hay-que-estar. Ahora que ha vuelto de allí, afirma rotundamente —haya o no ajenjo presente— que se ha codeado con lo mejor del malditismo Rive Gauche e incluso ha llegado a abrazar a un medio mojama Victor Hugo. Todo el mundo conoce a Sawa en la noche y en las calles retrecheras del barrio de las Letras, pero pocos saben bien de qué se mantiene. Claro que no es difícil imaginar que su medio de vida es la tarea poco monetizable de escribir, de todo y en todas partes: cultiva el periodismo, el drama, más periodismo, la poesía. Cuando la vida extrema que lleva comienza a pasarle factura, no deja de habitar la noche atestada de prostíbulos y cafés donde se expende ajenjo. Con su cuerpo acabará haciendo la mejor obra del poeta underground: el discurso ilícito, la subversión moral, el exceso como puerta al conocimiento, la normalización de lo perverso están ahí, piel y huesos. Ha sido generoso, también cuando se trata de dejar un bello cadáver. Rubén Darío lo ha traicionado al final, y le ha dejado a deber algunos textos. Otros que lo adoraban han puesto tierra de por medio cuando lo han visto arruinado en lo económico y en lo físico. Tiene cuarenta y siete años y no puede más. Poco después de su fallecimiento, Valle-Inclán lo retratará en una carta donde le pedirá a Darío que tenga un poco de vergüenza y ponga algo de su parte por la memoria del amigo común:

He llorado delante del muerto por él, por mí y por todos los pobres poetas. Yo no puedo hacer nada, usted tampoco, pero si nos juntamos unos cuantos algo podríamos hacer. Alejandro deja un libro inédito. Lo mejor que ha escrito. Un diario de esperanzas y tribulaciones. El fracaso de todos los intentos para publicarlo y una carta donde le retiraban una colaboración de sesenta pesetas que tenía en El Liberal le volvieron loco durante los últimos días. Una locura desesperada. Quería matarse. Tuvo el fin de un rey de tragedia: murió loco, ciego y furioso.

Sawa ha vivido deprisa y ha acabado como un rockero old school. Arrepentirse, mudar de ritmo no casaban con su ética del exceso. Ha ejercido como poeta de la contracultura hasta el final y ha quedado como el modelo de escritor que nunca debe aparecer en los libros oficiales para adolescentes. Por suerte nos queda la ironía, Dominatrix Mundi, que ha permitido la entrada de Sawa a lo grande en los manuales de literatura, aunque que de una forma distinta de la esperada. Su nombre allí es Max Estrella y sí, es el protagonista de la archiconocida Luces de bohemia: ciego como Sawa, también pobre e irreductible, drogadicto, gentil con las prostitutas, cantor de anarquistas y alabado por los jóvenes poetas. Más allá de su utilidad como modelo del esperpento —esa contribución de Valle-Inclán al teatro universal— lo que quiso ser desde el principio Luces de bohemia es una vindicación de Alejandro Sawa. La odisea nocturna con muerte final de Max Estrella es, de paso, un relato perfecto de lo que dio de sí el underground español del 1900. Al margen de los cánones, pura vanguardia.

Apuntes sobre inspiración, drogas y literatura

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Ernest Hemingway. Fotografía: Ernest Hemingway Photographs Collection / John F. Kennedy Presidential Library and Museum.

Algunos dirán que la literatura es una droga. Desde luego habrá muchas voces en contra, quizá más que a favor de esta afirmación. Para ellos, me justifico: la literatura puede enganchar, conseguirla puede ser cara o barata, entretiene y desde luego nos descubre mundos reales e imaginarios con una viveza que es difícil de igualar, incluso por el cine, su gran competidor.

Sea como fuere, la conexión de la literatura con la droga es mucho más que un simple símil y está directamente relacionada con la inspiración y la naturaleza de todas las ideas, porque abre en cierto modo y citando a Huxley, las puertas de la percepción y nos dan acceso a los antípodas de la mente, que no están al alcance de todas las personas.

La inspiración es un concepto escurridizo. Se podría decir que su definición es, por contraposición, lo contrario a no tener nada que decir. Eso es, cuando viene la inspiración es una especie de consciencia recién adquirida de que tenemos algo que decir. En ocasiones ese algo puede dar lugar a una obra maestra y a veces puede terminar en ese cuadro horrible que pintaste y que con todo tu orgullo has colgado en el salón. Es una cosa ambivalente quizás y no hay que dar por sentado que está solamente relacionada con el primer tipo de obra. Uno puede estar inspirado y no crear nada. Uno puede, repentinamente, inspirarse en medio de una conversación y contribuir con algo genial.

Es difícil delimitar la inspiración, pero sí podemos concluir que se trata del paso de un estado de pasividad a la actividad, aunque algunos como Picasso dirían que es mejor que cuando llegue nos pille activos. Las definiciones de inspiración han variado en el tiempo, dependiendo mucho del imaginario de la época, de la concepción del ser humano y su lugar en el mundo. En las sociedades más antiguas como la griega o los pueblos nórdicos se relacionaba, por lo general, con la intervención divina, y así será también para los cristianos en épocas más avanzadas. Con la aparición de la psicología y el estudio de la mente se sitúa esa chispa creativa en el interior del ser humano y actualmente seguimos esa estela después de años encantados de reconocer nuestras maravillas y sin reconocer prácticamente ninguna otra.

Ocurra dentro o fuera del ser humano, la gran compañera de la inspiración en todas las artes, quizás porque nos manda la mente a paseo, es la droga. Las civilizaciones antiguas la han utilizado en sus ritos para acercarse a las divinidades, y en la actualidad quizás también para acercarnos a algo o alejarnos de otras tantas cosas. Es el gran filón de la inspiración en la literatura. Desde el brandy hasta el peyote pasando por todo tipo de compuestos naturales o sintéticos, los grandes escritores se han dejado llevar por los jardines de la mente con gusto. Bien usadas, ayudan a abrir las compuertas de la autocensura, y por tanto a crear obras más puramente humanas —o animales—.

Por ejemplo, para Scott Fitzgerald la vida era aburrida, plana. Cuando no estaba borracho todo era demasiado lógico y encontraba que lo que escribía cuando estaba sobrio no era nada sentimental. El alcohol era para él, como para tantos otros, una manera de conectar con sus adentros y con esa conciencia colectiva para crear relatos que pudieran de alguna forma emocionar la mente humana. También una estupenda forma de hacer el ridículo casi sin esfuerzo y avergonzar a su amigo Hemingway. Hemingway no bebía para escribir. De hecho escribir borracho le parecía una aberración. Él era un consumidor ocioso. Presumía de poder beber grandes cantidades de alcohol sin llegar a emborracharse, pero no lo hacía para inspirarse, lo hacía para sobrevivir, así como Tennessee Williams o John Cheever, que eran extremadamente tímidos cuando no bebían, y extremadamente elocuentes cuando empinaban el codo.

Si atendemos al transcurrir de la vida de un porcentaje amplio de los escritores, la sensibilidad no puede ser un regalo: ha de ser necesariamente un castigo. Ser sensible en este mundo es de débiles. Es una especie de castigo divino, de la misma naturaleza que la inspiración. Y para conectar con las divinidades, o para sobrellevar ese peso de la sensibilidad, o simplemente porque eran espíritus débiles incapaces de ejercer el autocontrol, muchos escritores decidieron probar las mieles de la droga y, en consecuencia, gran parte de la historia de la literatura —y en concreto de la literatura más reciente— está impregnada de esta relación que tiene distintas naturalezas y que se representó de distintas maneras.

Desde los poetas del silgo XIX hasta el enigmático Pynchon, pasando por la generación Beat, muchos han sido los escritores que se han inspirado con el uso de  la droga para crear sus obras, generalmente utilizándola como un elemento narrativo más. Existe un gran número de obras que tratan de historias y situaciones o simplemente pensamientos que giran en torno a las sustancias psicoactivas. Por ejemplo, de Edgar Allan Poe no se sabe con exactitud si llegó o no a consumir el opio, lo que se sabe es que los narradores que utilizaba en sus obras —especialmente en sus Tales— sí lo hacían. Tomara o no, la droga era muy popular entre los poetas. Charles Dickens y Oscar Wilde también mentaron al opio en sus obras, entre muchos otros. Arthur Rimbaud y Paul Verlaine tomaban un poco de todo y muy a menudo, y ambos escribieron sobre ello. El ensayo Los paraísos artificiales (1860) de Baudelaire refleja tanto una fascinación por el hachís y el opio como una advertencia sobre los efectos que dichas sustancias pueden tener en el transcurrir de la vida. Un tono más serio que La pipa de kif (1919) de Valle-Inclán, poemario en el que habla con humor de varios tipos de sustancias.

Pasando por encima una época —de la que hablaremos más adelante— de fascinación por el alcohol y las drogas chamánicas, llegamos a los años cincuenta, momento en que aparece una generación de autores que hablan de libertad de consumo y sexual. Se podría decir que la totalidad de los representantes de la generación Beat consumían drogas y en cierto modo estas los representaban como artistas. Diversas sustancias son elementos centrales en sus creaciones y conductoras de la trama, o algo decorativo pero contextual, como el paisaje. Un auténtico recurso literario en sí mismo. Nombres como Kerouac y su icónico En el camino (1957) o William S. Burroughs y su atípica novela El almuerzo desnudo (1959), pero también Elise Cowen, Diane di Prima, Denise Levertov, Allen Ginsberg, Neal Cassady o Ken Kesey resuenan en el mundo literario a las puertas del verano del amor.

Jack Kerouac, 1959. Fotografía: Cordon.

Un verano y una generación de escritores que también tienen su propio testimonio conjunto en el libro de Tom Wolfe The Electric Kool-Aid Acid Test (1968), que retrató el psicodélico viaje que Kesey y sus seguidores hicieron a bordo del autobús Further. Un poco más adelante en el tiempo la psicodelia y la paranoia hippie ya son patrimonio inmaterial en Estados Unidos. Algunos literatos, especialmente el escurridizo Thomas Pynchon, se encargan de plasmar en sus novelas una época vibrante en la que la droga es protagonista. Y siguiendo una línea parecida, Robert Anton Wilson y Robert Shea con su trilogía Illuminatus! (1975) llena de drogas, psicodelia y paranoia a partes iguales, parecen clamar un auténtico género literario propio.

Pero la presencia de las sustancias psicoactivas en la literatura no ha sido una simple cuestión de inspiración narrativa. Algunos autores dedicaron extensas páginas a teorizar sobre las drogas: sus efectos, su naturaleza y su pertinencia en la vida cotidiana y la sociedad de cada momento. Los más famosos al oído de cualquiera serán el inglés Aldous Huxley y el libro que publicó en 1954, Las puertas de la percepción, donde analizaba los efectos que tenían en sus carnes el consumo de cuatrocientos miligramos de mescalina bajo la tutela del psiquiatra Humphrey Osmond. Siguió su estela, aunque en un modo más riguroso, con un análisis casi científico, el poeta y pintor belga Henri Michaux, que experimentó con la mentada droga entre 1955 y 1960 dando lugar a varias obras, la primera de ellas Misérable Miracle (La mescaline) en 1956. Michaux experimentó con muchas drogas —LSD, láudano, éter, psilocibina…— pero la que ocupó mayor parte de sus estudios fue la mescalina, una droga que, concluyó, estaba hecha para violar al cerebro.

Antes de ellos, en 1947, el francés Antonin Artaud escribía Les Tarahumaras para hablarle al mundo de cómo el consumir peyote con los tarahumaras mientras viajaba en México le había ayudado a acceder a una forma de conocimiento ancestral. Algo más tarde, y de nuevo justo a tiempo para el verano del amor, el brasileño Carlos Castaneda presentaba su tesis de maestría en antropología titulada Las enseñanzas de Don Juan. Aunque muy criticada y puesta en duda, en la obra Castaneda habla del estado alterado de conciencia que se alcanza a partir del consumo de psilocibina, peyote y tolache, siguiendo las enseñanzas que durante cinco años le procuró el maestro Don Juan. El libro se convirtió en una suerte de biblia de la cultura hippie desde que se publicara en un agitado 1968. Casi al mismo tiempo el americano Timothy Leary publicaría varios libros, entre ellos The Psychedelic Experience (1964), en los que recoge las claves de las drogas y la cultura de la época a partir de El libro tibetano de los muertos.

Y en España desde finales de los ochenta el máximo exponente en cuanto a estudios de drogas es el madrileño Antonio Escohotado. Aunque tiene varias obras centradas en este tema, Historia general de las drogas (1989) y Aprendiendo de las drogas: usos y abusos, prejuicios y desafíos (1995) sean tal vez las más relevantes a día de hoy. Se trata de rigurosos análisis e investigaciones que ofrecen una perspectiva científica y cívica de numerosas sustancias.

Alejándonos un poco más de los usos recreativos, la relación droga-literatura ha tenido un reverso oscuro y problemático, y una inmensa cantidad de literatos han sufrido los efectos de diversas adicciones, en algunos casos reflejados en su obra y en otros casos ocultos durante años con recelo. Confesiones de un inglés comedor de opio (1821) de Thomas de Quincey es un buen punto de partida para hablar de escritores dependientes. El autor comienza a consumir la sustancia en 1804 para paliar unos fuertes dolores y nunca logra desengancharse del todo, una lucha interna y opinión ambivalente —con recuerdos «amargos y felices»— que representa en el citado libro. Para de Quincey el opio profería a la mente un «resplandor constante y uniforme» y a la vez afirmaba que «nadie ríe mucho tiempo si frecuenta el opio».

La poeta y antiesclavista inglesa Elizabeth Barrett Browning, comenzó a consumir opio a los catorce años por prescripción médica y fue adicta durante toda su vida al láudano y la morfina. El también poeta Alphonse Daudet contrajo la sífilis muy joven y el tratamiento seguido para paliar los dolores pasaba por el consumo de esas mismas sustancias, una triste experiencia que retrató en su novela La doulou, publicada en 1930. Ese mismo año Jean Cocteau escribió en Diario de una desintoxicación que «todo lo que uno hace en la vida, y lo mismo en el amor, se hace a bordo del tren expreso que rueda hacia la muerte. Fumar opio es abandonar el tren en marcha; es ocuparse en otra cosa que no es la vida ni la muerte». El poeta francés comenzó a fumar opio tras la muerte de su joven amante, el también escritor Raymond Radiguet. El director de La sangre de un poeta (1932) convivió con una severa adicción a la droga de los intelectuales, de la que solo pudo librarse en una clínica de desintoxicación, recogiendo el proceso en el citado diario.

Una cantidad asombrosa de escritores eran alcohólicos, véase F. Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Charles Bukowski, John Berryman, Raymond Carver, Jean Rhys, Elizabeth Bishop  o Marguerite Duras. Stephen King prefirió no reflejar directamente en sus novelas la adicción a la cocaína que sufrió entre 1978 y 1986, y Robert L. Stevenson escribió su obra magna El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (1886) en tan solo seis días con ayuda del polvito blanco que era parte de su dieta diaria. Hunter S. Thompson tenía una curiosa rutina de trabajo que incluía el consumo de cocaína, whisky y marihuana, porno y cigarros habanos, pero la mayor muestra de su excentricidad aparece en su celebrada obra Miedo y asco en Las Vegas (1971), reflejo de un estilo de vida que terminaba en 2005 cuando se disparó a sí mismo en la cabeza.

Jean-Paul Sartre consumía anfetaminas con regularidad e incluso reconoció que llegó a ver cangrejos que lo seguían durante la época en que dio a luz su novela La nausea (1938). El americano Philip K. Dick fue adicto a esa misma droga durante la década de los setenta y se dice que gran parte de su producción literaria está tocada por dicha sustancia, especialmente en su libro Una mirada a la oscuridad (1977), donde quiso representar las bajezas de la drogadicción. Y cayendo un poco más bajo, los años que el británico Irvine Welsh pasó en alguna parte de Londres pinchándose heroína le valieron sin duda la inspiración necesaria para escribir Trainspotting (1993), su secuela Porno (2002) y su precuela Skagboys (2012). Un poco como Jim Carroll en Diario de un rebelde (1978) retratando la adicción a la heroína que sufrió durante la década de los sesenta.

La lista parece, simplemente, demasiado larga y, naturalmente, está incompleta. La droga está relacionada a veces con los genios, y casi siempre con los desdichados. Sensibilidad, literatura, debilidad y droga componen un marco casi lógico. La droga es literatura y la literatura es droga. Una relación demasiado estrecha, casi inseparable, que ha dejado y continúa dejando tras de sí una cantidad apabullante de escritos sobre drogas para que sepamos un poco más de esos paraísos e infiernos que uno puede encontrar si sabe dónde buscarlos.

Andy Warhol y Tennessee Williams, 1967. Fotografía: James Kavallines / Cordon.

Cómo meterte coca y no dañar seriamente tu salud

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Fotografía: D. Sinclair Terrasidius (CC).

Un libro transicional publicado por una editorial contracultural se ocupó de un tema por entonces candente mientras entre los jóvenes cundía la desinformación sobre todo tipo de drogas.

Este libro no pretende defender el uso, tenencia o venta de cocaína. El lector deberá entender que el consumo, tenencia y venta de cocaína son ilegales. Sin embargo, el hecho de que la utilización de cocaína sea ilegal no ha descorazonado a miles de usuarios. A diario ponen su salud directamente en manos de proveedores ilícitos que manufacturan, importan y distribuyen la coca (…) El consumidor se encuentra, por tanto, desprotegido ante la elección entre confiar en el mercado negro o aprender a identificar el contenido de su adquisición. El EQUIPO EDITORIAL se siente moral y humanamente obligado al presentar la información que sigue, ya que ese espíritu de responsabilidad guía el presente libro.

Hay en España un manual que te enseña a meterte coca. Ya seas consumidor habitual o esporádico, hay una guía que verdaderamente se preocupa por saber qué es exactamente lo que estás inhalando y qué pasa cuando lo haces: cuáles son los efectos y consecuencias, si es o no adictiva, cómo comprarla —asegurándote, además, de que no te están timando; es decir, que te la están vendiendo al precio medio que marca el mercado y que es de buena calidad al no estar mezclada con sustancias que pueden hacer de ella, incluso, una droga letal— o cómo esnifarla correctamente para que resulte lo menos dañina posible, o bien para que no sea demasiado desagradable.

Existe un libro así y, desde luego, no es una novedad de la rentrée —¿qué ocurriría si se publicase ahora?—. Se llama, valga la redundancia, Cocaína, y fue editado en 1988 por Ediciones Libertarias. Tras la letra, su equipo editorial. Lo publicó en un acto de compromiso con el lector, que bien podía ser uno de los ochenta mil españoles que por entonces eran consumidores habituales, o pertenecer a los quinientos mil que esnifaban al menos una vez al mes, como apuntaba el Plan Nacional Sobre Drogas en 1985, la primera vez que se puso en marcha.

Según se entiende por el contenido y el prefacio, con este libro los editores pretendían subsanar vacíos y lagunas de una población desinformada que sufría los estragos de la entrada y consumo de la heroína en España, a la que fácilmente se accedía a través de otras drogas, como demuestran estudios y testimonios de entonces y de ahora:

Y es que, si los jóvenes de 1977 llegaban a la heroína al final de un proceso, de todo un itinerario, como su conclusión y su derrota, los jóvenes de esta tercera generación [a partir de 1983] se enganchan masivamente sin tener tiempo a construirse una identidad diferenciadora. (Germán Labrador Méndez en Culpables por la literatura, 2017).

… la confusión total que hay con respecto a las drogas, hábilmente fomentada desde la prensa, hace que muchos piensen que es lo mismo la heroína que el hachís; consumidores de este, del prácticamente inocuo chocolate, pasan a la heroína por ignorancia, por confusión. (Eduardo Haro Ibars en la revista Ozono, 1978).

De escritura inductiva, de lo particular a lo general, de una muerte a otras tantas. Lo que pretendía el Equipo Editorial firmante (conformado por Sagrario Fierro Madrid, Javier Memba, M. Sánchez, Fernando de Polanco, José Saavedra, Poppy y Antonio J. Huerga Murcia) era que sus interlocutores no terminaran como Poppy, al que dedican el libro con esta frase tremenda:

A Poppy, que conoció el infierno.

Poppy era José Saavedra (1948-1987), escritor canario, autor de Música, cariño, un volumen de collages y cuentos. Vinculado al underground de Las Palmas, vivió en París entre 1973 y 1978, huyendo de la Ley de Peligrosidad Social. Allí conoce a Fernando Savater y a Agustín García Calvo. Poppy prologará un libro de este último, La venta del alma (1980), mientras que Savater encabeza Música, cariño «con un texto sobre la difícil trayectoria de esta generación», según apunta Germán Labrador Méndez, investigador y profesor titular en el departamento de Español y Portugués de la Universidad de Princeton, en su libro Culpables por la literatura. También lo prologa Leopoldo María Panero con un texto titulado «Juicio a la legalidad española», «donde recuerda cómo la persecución del aborto en la España constitucional era compatible con el encubrimiento de los atentados fascistas y la censura de opinión que sigue llevando a cabo el mismo Estado que quiere encarcelar a Poppy», continúa Labrador. Luego «vendrán los años narcóticos, hasta 1987», fecha de su muerte. Entonces comienza la escritura. El Equipo Editorial preparó «una guía de uso de la nueva sustancia emergente; eran los años ochenta y la nieve vehiculaba mucho mejor las aspiraciones propias de la década y los valores de los hombres del momento, el éxito, el pelotazo y el culto al individuo». Para Labrador, Cocaína «sorprende por su manera aséptica de enfocar el empleo de la sustancia para que su consumo resulte lo menos dañino posible al organismo».

Fotografía: Pexels (DP).

Siguiendo su principal leitmotiv, Cocaína hace especial hincapié en enumerar y detallar cuáles son los adulterantes que se utilizaban para rebajar la cantidad y calidad de la cocaína y que podían resultar especialmente peligrosos. Algunos de ellos eran el manitol (un laxante para niños; también conocido por maunito, menito y menita), el azúcar, la lactosa y la dextrosa; el inositol (un compuesto de vitamina B); los anestésicos locales, en general la procaína y la novocaína; la metanfetamina, bencedrina y dexedrina (speed), y así hasta llegar a la quinina, un elemento empleado para rebajar la heroína que también se hallaba algunas veces en la cocaína.

Los autores dedican todo un anexo a las muertes a causa del consumo de cocaína adulterada con esta última sustancia, que recibieron el nombre de «Síndrome X». De acuerdo con su línea argumental, al no existir una profunda y necesaria investigación científica ni policial sobre la quinina, las muertes acaecidas en estas circunstancias a partir de principios de los años cuarenta en Estados Unidos se relacionaron directamente con la sobredosis de heroína. Sin embargo, los editores de Libertarias defienden que estos fallecimientos «no estaban causados por sobredosis de heroína, pues sucedían inmediatamente después de la inyección, cuando en lugar del conocido letargo aparecían edemas pulmonares». Apelan, asimismo, a otra serie de evidencias (la autopsia, los análisis de orina y otras pruebas no señalaron una concentración alta de heroína, por ejemplo) y concluyen que «es evidente que el “Síndrome X” ha estado causando la muerte a gran número de personas sin ningún reconocimiento oficial ni preocupación al respecto», con fragmentos tan tajantes como el siguiente, que ahonda en la tesis de desprotección del consumidor:

Como las víctimas eran usuarios de heroína que murieron durante su consumo, las autoridades han tenido todas las facilidades para clasificar estas muertes como sobredosis, en lugar de investigar la causa real. Si estos consumidores hubiesen comprendido las implicaciones y hubieran podido disponer de un sistema para la detección de quinina, es probable que muchos viviesen hoy en día. Sin esta información esa oportunidad les está vedada.

Para detectar todos estos y más adulterantes, los autores proveen al lector de las instrucciones para realizar varias pruebas con el fin de identificarlos y determinar así la pureza de la droga. Se trata de procedimientos más bien caseros, llamados a realizarse en la propia casa o bien en la de un camello de confianza; parte, se entiende, de unos usos cotidianos, aunque cuesta creer que estos test se impusieran al trapicheo callejero. Estos son algunos:

  • Prueba de la lejía. La más sencilla. Dicho producto «separa e identifica, uno a uno, los distintos elementos presentes en la cocaína según sus reacciones»
  • Prueba de la disolución. «Para el analista que desee algo más que una buena valoración de la pureza de su cocaína, el test de la disolución o fundición suministra un porcentaje de exactitud de, aproximadamente, el 5 % de probabilidad de error».
  • Otras pruebas. «La mayoría de ellas (…) arrojan resultados incompletos o inverificables»: la de la evaporación sobre el papel de estaño (papel de plata), la disolución con el fármaco Metonal, el uso de agua en lugar de lejía, la del microscopio…

El Equipo Editorial añade unas notas explicativas, un completo índice cronológico de la historia del consumo de cocaína (incluye referencias a las investigaciones y publicaciones más importantes desde 1553, así como a las primeras noticias que tenemos sobre la sustancia, allá por el 1200 a. C.), unas tablas y un glosario para culminar un manual que, en definitiva, persigue el cometido de informar a una cantidad ingente de españoles sobre una droga que empezaba a consumirse de forma notable sin apenas disponer de ningún conocimiento sobre la naturaleza y las consecuencias de la misma, ya que las autoridades (tanto gubernamentales como policiales) no estaban actuando, según los autores, debidamente: estos vinculan en buena parte la adicción a la cocaína con las condiciones de vida de sus consumidores, gente con «una vida aburrida, vacía, sin fundamento, miserable, que pueda hacerles sentir que la única manera de soportarla es alterar nuestro estado mental con productos químicos».

Esto entra en directa relación con el denominado desencanto y con las altas tasas de desempleo de la época. Como dato: en 1981 el 53,7 % de los parados eran jóvenes de entre dieciséis y veinticuatro años. Cuando Cocaína se publicó, en 1988, el paro juvenil (de entre dieciséis y veintinueve años) había descendido hasta el 49,4 %, pero hasta entonces la subida es escalofriante: según datos del Injuve (concretamente, del Informe Juventud en España 2000), en 1985 el porcentaje de desempleo entre los jóvenes de dieciséis a diecinueve años llegó a alcanzar el 55,2 %; el 44 % entre los de veinte a veinticuatro, y el 27,2 % entre los de veinticinco a veintinueve, siendo el tiempo medio de espera «hasta encontrar el primer empleo o comenzar con un nuevo trabajo» de ocho a nueve meses; afectando más —esto no es nuevo— a personas con dificultades y menor nivel de estudios. En este sentido, Cocaína insiste en la raíz social y biográfica de la cuestión:

Medios gubernativos, sociales y autoridades médicas abordan el problema del abuso de drogas como un fenómeno causado básicamente por la propiedad misma de la droga. Mientras esta política continúe, seguirá en aumento el abuso de drogas. Únicamente cuando se intente comprender y coordinar los esfuerzos para mejorar las condiciones de vida, podrá haber un progreso encaminado a una reducción o erradicación de la dependencia de la droga. Mientras estas instituciones y organismos científicos y estatales se permitan ignorar esa verdad básica, seguirán utilizando mal la responsabilidad que los ciudadanos han puesto en sus manos.

Siguiendo el eje cronológico que aparece en el libro, observamos que en 1974 la cocaína aún no había entrado en España. En nuestras fronteras se incautaron ese año únicamente 0,580 kilogramos de coca. Sin embargo, ya en 1985 el Gobierno pone en marcha el Plan Nacional Sobre Drogas y «se reconoce oficialmente que ochenta mil españoles son consumidores habituales de cocaína, mientras que quinientos mil esnifan, al menos una vez al mes». El Congreso aprueba un presupuesto de cinco mil millones de pesetas para tratar el tráfico y consumo de drogas en España. Tres años después, en el 88, «los dos alijos más grandes de Europa en toda su historia son aprehendidos en España: quinientos kilos en Barcelona y trescientos kilos en Madrid». En esos momentos, «el consumo de cocaína se ha disparado en España y, según los expertos, esta droga, destinada en principio a personas de clase alta [por su alto coste], se ha democratizado al ser consumida por todas las clases sociales».

«Todo ello dentro del devenir diario de cualquier ciudadano», concluye el libro.

—¿Qué pasa, que tú no estás en la vida o qué?

—Yo estoy donde me han dejao.

Navajeros, Eloy de la Iglesia, 1980.

Don Winslow: «Tenemos dos millones de personas en las cárceles, la mayor población reclusa de la historia, y la mitad son por drogas»

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Fotografía: Alberto Gamazo

Esta entrevista fue publicada originalmente en nuestra revista Jot Down Smart número 32

Sus obras son verdaderos thrillers, pero en todas ellas trata de establecer reflexiones sobre el crimen que trascienden la trama del género policíaco. Don Winslow (Nueva York, 1953) defiende la labor policial y se preocupa por las trabas que encuentran los agentes para realizar su trabajo, al tiempo que se posiciona inequívocamente a favor de la legalización de las drogas como mal menor para afrontar que su país, Estados Unidos, tiene la mayor población reclusa del mundo, disparada desde que declaró la «guerra a las drogas» en los años ochenta. Un drenaje de recursos y dinero, considera, y una forma de enriquecer a las organizaciones criminales más crueles jamás concebidas.

El amor por los libros y la lectura se lo debe a sus padres.

Mi madre era bibliotecaria y mi padre estuvo en la marina, pero le gustaban mucho los libros, le encantaba leer. Fue la combinación de los dos. Mi padre estuvo en la Segunda Guerra Mundial muy joven, no sé si tendría diecisiete años, y solo Dios sabe lo que vio ahí y en las situaciones en las que se encontró. Cuando se licenció, solo quería leer libros. Tenía ilusión por ver Europa, pero lo que más le gustaba era leer, bañarse e ir al zoo…

Eso del zoo me suena de Bobby Z, su primera novela.

Sí, pero seguro que os acordáis vosotros más que yo porque hace años que no abro ese libro.

Le cautivaban las historias que contaban los marineros amigos de su padre.

Los amigos de mi padre, veteranos de la marina, venían a menudo a beber a casa. Yo me escondía debajo de su mesa y escuchaba sus historias. Lógicamente, ellos sabían que yo estaba ahí, pero hacían como que no, fingían que no me veían. Por eso crecí rodeado de los mejores narradores de historias que te puedas imaginar, contando sus viajes alrededor de todo el mundo. De puerto en puerto, peleas en los bares, todo lo que vieron por ahí era muy divertido.

Desde pequeño me daba por pensar si podría ser de mayor un narrador de historias como ellos. Me parecía la mejor cosa del mundo. Y me ayudó mucho un truco que tenían mis padres. Nos permitían leer lo que quisiéramos. Cualquier cosa a cualquier edad. No había límites ni censura de ningún tipo cuando echábamos mano de la biblioteca. Nada era solo para los mayores. Además, nunca nos mandaban a la cama si estábamos leyendo. Podíamos quedarnos despiertos hasta la hora que quisiéramos solo con la condición de que estuviéramos leyendo. Ese era su truco para que leyéramos.

Al final logró ser también un narrador de historias.

Pero he tardado muchísimo en llegar.

Sí, antes estuvo en África, en China…

Una locura. De joven tuve urgencia por viajar, quería ir a lugares salvajes, pero no crecí con dinero, me lo tuve que pagar yo mismo. Así que me fui a Sudáfrica con dieciocho o diecinueve años como periodista, de reportero freelance. Eran los días de la guerra y escribí para todo el que quisiera mis textos, generalmente periódicos estadounidenses y el Cape Argus y el Cape Times de allí. Precisamente, en Cape Town, trabajé luego en la universidad investigando.

Después de esa experiencia volví a Nueva York con la intención de ser escritor. Por supuesto no tardé en morirme de hambre [risas]. Nadie me tomaba por un escritor y al cabo de un tiempo yo tampoco me lo creía. Así que me puse a trabajar en un cine. Esos años, los setenta tardíos y primeros ochenta, fueron la peor época en la historia de la ciudad. ¿Habéis visto The Deuce?

Sí.

Era justo como sale en la serie. Idéntico. Yo trabajaba en Times Square justo cuando todo eso estaba pasando. La serie, de hecho, la ha escrito un amigo mío. Cuando la vi en casa me decía mi mujer: ¿En serio todo eso era así? Efectivamente, así era. Totalmente. Es que hasta recuerdo ese sitio, esa calle, con el mismo tipo de personajes.

Allí se aprendía a robar porque todo el mundo estaba robando a todo el mundo siempre. Todos menos yo, que era un chico católico irlandés [risas]. Con los cines tenía que tener cuidado de que falsificaran las entradas, de los carteristas, de los atracadores, de que no se llevasen las recaudaciones. Fijaos si se robaba que a mí se me quitaron de encima porque entregué una recaudación completa, honesta, sin manipularla ni llevarme un dólar.

De repente, me encontré en la calle sin trabajo en ese Nueva York. Un amigo cogió el management de unas salas de cine, de las de verdad. Porque allí todo el mundo se dedicaba a llevar putas y vender heroína o cocaína, pero entre tanta sala X y tugurios para drogarse, también había cines auténticos. El curro que me planteó consistía en entrar como un espectador, infiltrado, para ver quién estaba robando dentro de la sala. Me dedicaba a analizar los patrones y tácticas que se empleaban para robar a los espectadores.

Estuve ahí de incógnito unos tres meses y me contrató una agencia de detectives. Vigilaba cómo actuaban los carteristas; igual me iba a pillar droga para saber quién la estaba pasando. Me dedicaba a encontrar chicas huidas. ¿Habéis visto en The Deuce cómo aparecen llegando a Nueva York en autobuses? Era tal cual. Yo tenía que dar con ellas antes de que cayesen en manos de los chulos y proxenetas que iban a la caza.

No tardé en darme cuenta, en menos de un año, de que con ese trabajo no iba a llegar muy lejos. Si seguía haciéndolo lo más normal es que me terminasen matando. Una vez ya me acuchillaron, ¡había peleas todo el rato! Por eso salí de la calle, volví a estudiar y conseguí un título de Historia de África y otro de Historia Militar. Luego no sabía qué hacer con esos títulos [risas], pero un amigo que tenía una agencia de fotos de naturaleza salvaje y safaris necesitaba a una persona y me fui con él a Kenia.

En Corrupción policial llama la atención que la obra esté dedicada a todos los policías muertos en actos de servicio. Y luego se comente que el movimiento Black Lives Matter aparezca como algo que atenaza al protagonista, le impide realizar su labor policial en condiciones porque dice ser consciente de que le ven como un asesino racista. Da la impresión de que en esta polémica usted se posiciona del lado de la policía.

Es interesante que digáis «lado». Ese es precisamente el problema en Estados Unidos ahora mismo, que se ha creado esa dicotomía entre estar del lado de la policía o del lado de los negros. Lo que yo escribo va mucho más allá de eso. No debería haber dos bandos. He estudiado muchísimo los tiroteos que desencadenaron Black Lives Matter y he preguntado a policías. Es una conversación muy difícil de tener con ellos, muy dura. Me he hecho amigo de agentes, he ido con ellos de patrulla y mis encuentros no se han reducido a entrevistas, hemos terminado siendo amigos. Hay una relación. A los agentes que saben, cuando les preguntas por la muerte de Freddy Gray o el tiroteo de Ferguson, lo que te explican es que son casos distintos que no se pueden agrupar como un solo fenómeno.

Si un niño de catorce años está huyendo y la policía le descarga nueve balas es un asesinato. No hay otra forma de verlo. Es racista. Prototípicamente racista. Pero si unos policías llegan a la escena y ven a un chico sacando una pistola falsa, de juguete, pero no saben que lo es y disparan, es mucho más complicado. Todas las investigaciones demuestran que los hombres blancos americanos sobrestiman la edad de un afroamericano varón. En el caso concreto de la policía, si tienen delante a un chico de once años y creen que tiene catorce, sobrestiman el peligro. Y todos los policías, y esto incluye a los blancos y a los negros, están más inclinados a disparar a un negro que a un blanco. Hay más probabilidad, pero repito: también en los policías negros. Llega a cierto punto que el problema no es solo la raza.

Pero hay una discriminación evidente por la raza.

Absolutamente, pero no hay dos bandos en realidad. ¿Algunos policías son racistas? Sin ninguna duda. ¿Pero hay policías que no lo son? También sin ninguna duda. Lo que me cuentan a mí los policías cuando hablan conmigo sinceramente es que el problema empieza a la hora de reclutar a los agentes. Por un lado puede que entren racistas en el cuerpo, pero lo más peligroso es que entre gente que no es capaz de controlar el miedo, y un policía asustado es muy peligroso. No quieres que gente en esas condiciones vaya por ahí con pistola. O los egos. También se cuelan personas con egos frágiles, con problemas, que se sienten amenazados con más facilidad o simplemente insultados. Si un niño negro les vacila o no les obedece de inmediato, explotan. Cuando coinciden todos estos factores solo pueden pasar cosas malas.

¿Por qué coinciden?

Cuando se producen problemas de orden público las ciudades se ponen a contratar policías como locas. Aumentan las plantillas a toda prisa, y lo que reclutan es gente que no está suficientemente entrenada. En la mayoría de los casos que ha habido siempre ha sido gente que no tiene una formación adecuada como policía. No me sorprende que ocurran estos sucesos, lo que me sorprende es que no haya más.

En el famoso caso de Amadou Diallo, que le metieron cuarenta balas en el cuerpo e iba desarmado, fue una unidad especial anticrimen que se había formado a toda prisa. Todo venía porque antes se había creado una unidad especial que había funcionado muy bien, entonces la reacción fue rápidamente crear más. Los policías que iban esa noche nunca habían estado en ese barrio antes, no conocían a un solo vecino del lugar ni habían trabado nunca juntos. No pintaban nada ahí fuera y se pudo comprobar con los hechos. Subían a un edificio y uno se cayó por las escaleras, el segundo pensó que le habían disparado y abrió fuego, lo mismo que hizo el tercero al escuchar los disparos…

Cuando he comentado estos sucesos en mi libro quería discutirlos. Plantear un debate. Y sobre todo subrayar que al mismo tiempo, mientras escribía la novela, fueron asesinados ciento setenta y dos agentes de los que no debemos olvidarnos; muchos de ellos son negros e hispanos.

La Nueva York que retrata aparece castigada por una epidemia de heroína y opiáceos. ¿Cómo ha llegado a producirse?

Lo que sé lo sé porque he hablado con traficantes de drogas. Muchas veces yendo a entrevistarme con ellos a las cárceles. En Estados Unidos empezó a haber prescripción médica de opiáceos y similares sin control. Se creó una demanda potencial donde no existía antes. Esto coincidió con que tres estados legalizaron la marihuana, lo cual es algo bueno, porque estoy a favor de la legalización de las drogas, pero tuvo un efecto indirecto negativo. Las ganancias del mercado de la marihuana descendieron un 25% y los cárteles se quedaron con acres y acres que tenían plantados sin poderlos vender. En ese momento, los cárteles, el Chapo Guzmán y sus socios, tomaron la decisión de ir a por el mercado de los opiáceos. Una decisión corporativa. Podían introducirlos más baratos que los productos de la industria farmacéutica. Cambiaron las plantaciones de maría por amapola y se pusieron a producir heroína. Un caballo al que, además, le aumentaron la potencia.

Había una clase media urbana adicta. Pagaban treinta dólares para colocarse con medicamentos. De repente, los narcos le pusieron en el mercado la posibilidad de colocarse por diez con heroína. Si un yonqui ha desarrollado un hábito de doscientos o trescientos dólares diarios, de repente les iba a costar un tercio. No te digo ya lo que pasó cuando consiguieron droga sintética, el fentanil, elaborada con productos químicos que consiguen en China. Es el mismo tipo de efecto, pero cincuenta veces mayor. Lo llaman «fire». En el momento en que un drogadicto se mete «fire» no vuelve ya a la heroína tradicional. O muere, directamente, porque se mete la dosis a la que estaba acostumbrado antes. Ha habido casos de muertes incluso entre los famosos, como Prince o Phillip Seymour Hoffman. Y toda esta situación ha sido generada por una decisión estratégica o corporativa del cártel de Sinaloa.

Los policías de su novela hablan del truco de falsificar las estadísticas para reducir sobre el papel el crimen en una ciudad. Era uno de los argumentos en torno a los que giraba la trama de The Wire. ¿Tan habitual es entre los departamentos de policía de Estados Unidos manipular los números?

Adoro The Wire y sí, eso se hace en la mayoría de los sitios. Probablemente más en las ciudades grandes, porque ciudad grande, números grandes, son más fáciles de manipular que los pequeños. El truco funciona en las dos direcciones, según lo que se busque. Si una mujer va por la calle, un hombre le coge el brazo, le dice algo y luego la suelta, pero es detenido, se puede convertir en un asalto sexual. Nunca verás que a dos policías se les dé una orden directa para que hagan eso, pero el capitán o el encargado de esa unidad se va a encargar de que su gente lo sepa.

La parte buena del big data es que puedes localizar dónde hay más crimen y mover los recursos que tengas según la estadística. El problema llega cuando, como puedes ver en The Wire, los oficiales están preocupados porque se acerca el día en el que tienen que rendir cuentas de sus números. Esa presión hace que digan: «Hoy necesito treinta y cinco arrestos». O al revés. En The Wire era muy gracioso en la cuarta temporada cuando el oficial decide que no va a arrestar a nadie por drogas, cuando les deja la zona libre de Hamsterdam para que trafiquen en esas cuatro calles, y se encuentran con que desaparecen los demás delitos.

Afirma que el 11-S salvó a la mafia porque desvió todos los recursos de la policía hacia el terrorismo y el crimen organizado pudo volver. Algo que aquí vimos también gracias a una serie, a Los Soprano.

Esto le pasó al FBI y también al Departamento de Policía de Nueva York. Ambos aportaron sus mejores hombres de las unidades contra el crimen organizado a la lucha antiterrorista y la mafia se aprovechó.

Desde el primer día, porque también desliza que la mafia hizo fortuna con la retirada de escombros de la Zona Cero.

La mafia actualmente está en la construcción. Los Soprano, por cierto, están inspirados en una familia mafiosa real.

Otro del que habla es Serpico, el policía que denunció a sus compañeros en los setenta y generó un escándalo en la policía de Nueva York. Se hizo famoso gracias a que Sidney Lumet hizo aquella película fantástica con Al Pacino. Usted, sin embargo, da a entender que el tío sabía muy bien dónde se metía cuando entró en su unidad y que por su culpa, desde entonces, la policía dedicó más esfuerzos a combatir la corrupción que el crimen.

Cada veinte años hay un gran escándalo en la policía. Es uno por época. En los noventa fueron los Dirty Thirty, con policías pasando cocaína en Harlem y metidos en casos de extorsión y robos. Serpico fue el de los setenta. Su caso enfada un poco porque fue deliberadamente naíf. Todo el departamento y todo el mundo, criminales incluidos, sabía que la unidad a la que denunció estaba sucia. Si te metías en esa unidad, era para hacer negocio. Tengo un gran respeto por Frank Serpico, pero era un poco naíf.

El caso apareció en la prensa y comisión Knapp que se formó por su denuncia, luego metió mucha presión a los oficiales y ellos disponían de los recursos que disponían. Tuvieron que sacar detectives de narcóticos para investigar corrupción policial. Hubo muchas consecuencias indirectas o no deseadas, vecindarios que se echaron a perder. Por eso cuando se mencionan las consecuencias de las denuncias de Serpico, la cuestión es saber hacer un balance de lo que puede ocurrir. Y no digo que no haya que mantener a la policía limpia, solo hay que ser un poco consciente de los recursos que hay. Los policías, además, cuando pasan estas cosas, tienen miedo de lo que pueda hacerles Asuntos Internos, temen las consecuencias de su trabajo y se bloquean.

Su protagonista, el agente Malone, se mete dexedrina porque, dice, si los delincuentes van de speed «hay que estar a la par». ¿La inspiración viene de algún caso real?

No, la policía se droga por los mismos motivos por los que se droga cualquier persona, o porque tiene problemas o porque les gusta. Si se dan casos de agentes que tienen que hacer turnos nocturnos, o policías de homicidios que tienen que perseguir una pista sin descanso y tienen que mantenerse centrados y despiertos, entonces se consume. Yo también lo hice en su día para mantenerme despierto cuando era detective.

¿Qué se metía?

De todo, desde medicamentos de prescripción médica hasta droga que se puede comprar en la calle. El problema es que si estás puesto tres días el bajón que te mete eso es miserable. En ese punto es muy probable que cojas algo que te ayude a que no sea una experiencia tan horrible y ahí empieza el círculo vicioso, porque lo siguiente será coger speed para espabilarse y salir de ahí con drogas tranquilizantes. Una especie de pimpóm.

Muchos policías suben y bajan con alcohol. Por eso muchos policías beben y muchos policías retirados son alcohólicos. La sociedad no sabe apreciar el trabajo emocional y psicológico de la policía. Si piensas en lo que ven cada día y las cosas que tienen que hacer… Creedme, eso te deja marcado psicológicamente. El alcohol, entonces, es el recurso más habitual.

Cita estadísticas en las que un 60% de las violaciones y un 40% de los asesinatos no se resuelven. ¿Existe la impunidad en Estados Unidos?

La policía gasta una cantidad muy grande de tiempo y dinero persiguiendo drogas, mientras que luego un 40% de los asesinatos y un 60% de las violaciones se quedan sin resolver. Creo que ahí hay una mala elección. En lugar de tener tres agentes en un caso de violación, tenemos medio, mientras los otros tres están intentando pillar a alguien con marihuana u otras cosas. Eso no tiene sentido. Y lo que es aún peor, ahora estás encarcelando a los criminales no violentos en las prisiones. Es más fácil atraparles a ellos, pero los violentos se quedan libres.

¿Las drogas no provocan violencia?

Ciertamente, hay relación entre ambas cosas, pero la ilegalización de las drogas es la que genera violencia. No verás a los bodegueros que tienen viñedos que vayan por la vida con pistola resolviendo sus problemas a tiros; si tienen un conflicto van a un juzgado. Sin embargo, al ser las drogas ilegales, los traficantes tienen que ser sus propios jueces. En el caso de la heroína, la droga lo que provoca es criminalidad de baja intensidad; el yonqui tiene que robar para drogarse, pero no tiene por qué ser violento. Se trata solo de robar por necesidad, hurtos en su mayoría, no violaciones ni homicidios. Son las bandas las que se matan entre ellas por la droga, pero para venderla.

Para sus libros más exitosos, El poder del perro y El cártel, se fue a México a documentarse. ¿Qué encontró?

Sinceramente, tengo que decir, y es muy triste, que he perdido la capacidad para que algo me afecte o impresione. Esa fue una consecuencia negativa de esos dos libros, que me volvieron inmune. Lo mío viene de largo, de todos modos, porque también fui detective de abusos sexuales a menores cuando era detective. Estuve entrevistándome, como estamos nosotros ahora, con asesinos de menores. Contaban lo que habían hecho detalladamente sin que en su cara se manifestase un solo gesto. Me lo contaban como si nada. Cuando en México hablé con sicarios era igual. Estaban ahí sentados con la misma cara, sin ninguna emoción. Te relataban si inmutarse cómo habían cogido a una persona, le habían puesto una bolsa de plástico en la cabeza, la habían metido en un maletero y le habían pegado dos tiros, o cómo habían ido a una esquina a ametrallar a los que se encontrasen ahí. Había casos de niños de doce años que habían sido sicarios para los cárteles. La primera vez que lo escuché pensé que se trataba de un niño, uno solo, pero luego descubrí que se trataba de una práctica común. Hay decenas.

Pero lo más duro fue hablar con las familias de los supervivientes. A veces yo tenía más información que ellos sobre qué había pasado con sus seres queridos asesinados. Investigué, tuve conexiones, me entrevisté con gente, pero en realidad eran los familiares los que acababan entrevistándome a mí. En las firmas de libros, se me acercaban personas a preguntarme si sabía qué le había pasado a alguien que conocía. Venían a preguntarme por su mujer desaparecida hace ocho años, o maridos…

Ha dicho en una entrevista que estuvo en los rincones más oscuros de México observando.

Hay muchos sitios donde puedes hacerlo sin ningún problema. Y tanto en México como en Estados Unidos he podido entrar en las cárceles. Aunque a veces me bastaba con quedar en un restaurante con un tipo y que me pasase información.

En su primer libro, unos narcos cogen a un tipo muy blanco de piel y lo atan en el desierto para que se abrase lentamente con el sol.

Es algo que hacen los cárteles.

¿Usted no se cubría la espalda?

No, a veces cuando quedaba con determinadas personas sí llevaba a alguien que vigilase, pero otras veces no.

Lo más sorprendente es que, según confesó usted, se encontrase con la paradoja de Pirandello, es decir, que tuvo que autocensurarse porque lo que contaba, lo que descubrió, era tan extremo que podría dudarse de su veracidad.

Hay motivos por los que hubo detalles que decidí no sacarlos en los libros. Son dos obras muy cargadas de violencia y todo lo que sale, de alguna manera o de otra, ocurrió. No me inventé nada. Hay una escena en la que tiran a dos niños por un puente que a la gente le cuesta creerse, quizá es lo peor que he escrito, y es una historia verdadera.

Después de El poder del perro, cuando tuve que volver a documentarme para escribir El cártel, todo había ido a peor. Había un nivel de violencia que diez años antes no me la podría haber ni imaginado. En la época de El poder del perro escribí que mataron a diecinueve mujeres y niños inocentes, algo que sucedió en 1997. Eso, en 2010, no hubiera ni entrado en un periódico como noticia. En esas épocas estaban hablando, por ejemplo, de un narco que había disuelto trescientos cuerpos en ácido en Tijuana. Eso sin contar decapitaciones y asesinatos masivos de toda clase.

Miré vídeos, hablé con mucha gente involucrada y los detalles que me dieron no los puse en el libro porque eran demasiado. Primero, pensaba que la gente no lo creería. Y segundo, también se me hace duro escribir según qué cosas. Llegué a tener pesadillas. En El cártel empleé el recurso de dejar que fuesen los reporteros y periodistas los que relatasen la violencia porque se me hacía demasiado cuesta arriba recrear esas escenas.

Alguna vez ha dicho que la ficción, el género policiaco, es más efectivo que el periodismo, que llega a más gente, pero los narcotraficantes lo que asesinan son periodistas, no escritores de novela negra.

Lo sé, lo sé. Digo que las novelas pueden ser más efectivas porque podemos inventarnos sentimientos y otras situaciones de una manera que los periodistas no pueden hacer, o no deben; en muchas ocasiones sí se hace. Pero yo soy freak del periodismo, empiezo cada día leyendo cinco periódicos, me encanta esa profesión. No creo que la ficción sea mejor en eso, pero sí creo que llega más a la mente y los corazones de la gente de una forma que el periodismo a veces no puede, te introduce mejor en una historia. Aunque quiero dejar claro otra vez que se debe a las restricciones de la profesión. Yo puedo inventarme citas y los periodistas no deberían. Simplemente, creo que tenemos herramientas que los periodistas no tienen. El lector de ficción se siente más apegado a lo que lee en una novela que con el periodismo.

Sin embargo, cuando Sean Penn dejó por un momento la ficción para ejercer de periodista y entrevistar al Chapo Guzmán no le hizo ninguna gracia…

A mí no me cae mal Sean Penn, no es nada personal, me gusta él, creo que ha hecho cosas que están muy bien. Esta polémica no es contra Sean Penn, de ir a por él. El problema es que la entrevista que hizo fue un chiste. Todo fue porque el Chapo Guzmán se quería follar a Kate del Castillo, la actriz que le acompañaba, hasta el punto de que se fue a hacer un implante de pene la víspera. Hay que brindar por su optimismo, por su pensamiento positivo justo antes de la reunión. Porque en realidad él ni siquiera sabía quién era Sean Penn. Y lo que más me enfada es que violaron todos los códigos del periodismo dándole a Guzman una lista de preguntas para su aprobación. ¿Acaso me la habéis dado vosotros a mí?

Respeto a Rolling Stone, pero en aquella época no estaban en su mejor momento. Fue cuando publicaron también aquel artículo de la violación múltiple en la Universidad de Virginia que resultó ser falsa. Cualquier persona con un poco de conocimiento sobre periodismo, leyéndolo, ya podía ver que algo fallaba, porque todo eran oraciones pasivas, sin apuntar directamente y sin citar fuentes. Hay algo mal cuando un reportero no puede decir directamente quién dijo qué. Y en este caso: por dios, Rolling Stone, cómo puede tener el Chapo Guzmán la última aprobación de una historia, cómo vas a dejar a un narcotraficante confeso tener la última palabra en la entrevista que publicas con él. Entiendo el trato por tener al Chapo, pero son demasiadas cosas ridículas.

Encima dijeron que le habían localizado para la entrevista. No, no lo habéis hecho. En el artículo mismo dice que habéis pasado dos controles de carretera del ejército en el camino. El Gobierno mexicano supo en todo momento dónde estaban, pero intentaban hacernos creer que toda la comunidad internacional, la inteligencia y las policías de Estados Unidos y México no podían encontrar al Chapo y ellos sí. Eso es un insulto a la inteligencia.

Me gustaría haber visto a un periodista de verdad en esa entrevista, les podría haber recomendado el nombre de muchos y muy serios. Yo no sería uno de ellos, me refiero a profesionales con background para hacer preguntas inteligentes. Sin embargo, ahí tuvimos a Kate, creo que había otra historia detrás de todo esto.

Cuente, cuente.

No, buen intento, pero no. Otra cosa que se me hizo insoportable fue ver a Guzmán decirle a Sean Penn que sus hijos le quieren mucho. Si a mí me diese un millón de dólares a la semana también le querría, pero ¿qué pasa con los diez mil niños que se han quedado sin padres? ¿Con los adictos muriéndose de sobredosis? ¿Y la fuga ridícula de la cárcel que no puede ni llamarse fuga?

Está usted a favor de la legalización de las drogas, pero en ocasiones condena el consumo como algo inmoral.

Sé que suena contradictorio, pero apoyo la legalización por el daño que nos causa la prohibición. Tenemos dos millones de personas en las cárceles, la mayor población reclusa de la historia, y la mitad de ellos están por casos de drogas o relacionados con ellas. Gastamos ochenta y ocho mil millones de dólares al año luchando contra las drogas para nada. La situación es peor que nunca, las drogas son cada vez más potentes y más baratas. Si eso es ganar la batalla contra la droga no me gustaría ver cómo es perderla.

No obstante, lo que digo es que mientras sean ilegales, consumir drogas es inmoral, porque ¿de dónde vienen? Cuando sales y te gastas dólares en tus drogas para ir de fiesta, en cocaína y marihuana, y no eres un adicto, estás apoyando voluntariamente a gente que asesina, viola, mata y esclaviza. Estás dando dinero a asesinos y psicópatas que hacen todos los horrores que describí en mis libros. No hay otra forma de verlo.

Hasta que no se legalicen, me encantaría que la gente dejase de drogarse con fines recreativos, porque los adictos son otra historia. Ellos no están en condiciones de elegir. Sin ayuda ni tratamientos no pueden parar de consumir. Conozco a muchos adictos a la heroína, he ido a demasiados funerales.

Lo del consumo inmoral ¿no sería aplicable al capitalismo? Muchos de los bienes que consumimos también vienen de la explotación laboral, el esclavismo, y han generado guerras.

Tenéis razón, pero hay niveles. Estoy acostumbrado a ver a la gente protestar por esto que habéis dicho, manifestándose delante de determinadas tiendas, pero luego se van a casa y hacen una fiesta metiéndose la coca que les han traído a ellos gente que están esclavizando mujeres y violándolas a diario. Hay muchos productos comerciales que tienen orígenes complicados, pero no con una conexión tan directa. Cada año enviamos sesenta mil millones de dólares de Estados Unidos a los cárteles de la droga de México. Eso compra muchas armas, mucho poder. Es dinero que va directamente a asesinos. Las corporaciones se aprovechan del tercer mundo, pero no con ese grado de violencia.

Adaptó uno de sus libros, Salvajes, para que lo rodase Oliver Stone. La película recibió críticas de todo tipo, positivas y negativas.

Me gustó la película, pero no puedo decir que la ame. Habría algunas cosas que me gustaría cambiar.

No le sienta mal el siglo XXI, también ha escrito el guion de un videojuego, Ghost Recon, sobre narcotráfico en Bolivia.

Fue otra manera de contar una historia. Me gustó, pero no es algo que haría regularmente. Fue interesante porque me dejaron contar lo que quise contar, una libertad que me resultó sorprendente; pude escribir los diálogos que quise sobre la guerra de las drogas y me gustó mucho hacerlo a mi manera. Sin limitaciones.

Camina diez kilómetros diarios para poder escribir.

Es cierto, ando mucho. Creo que no escribo lo suficientemente fuerte si no me encuentro lo suficientemente fuerte físicamente. Si no estoy en buena forma mi estilo se vuelve débil. Pero también lo empleo como pausa. Me levanto de la mesa, echo a andar, voy creando los diálogos mientras paseo y en cuanto llego a casa los escribo. Da la impresión de que cuando apagas una parte de tu cerebro, o por lo menos reduces su actividad, se encienden otras y, así, mientras caminas pensando en otra cosa te empiezan a llegar las ideas que sentado no salían.

¿Sigue surfeando?

Sí, no como antes porque trabajo mucho, pero sí cuando puedo.

El surf aparece en casi todos sus libros.

Me gusta ese mundo. Me gustan las conversaciones sobre surf, el slang del surf… pero sobre todo una metáfora, la que conecta el océano con el crimen. Cuando miras las olas, lo que ves en la superficie es lo real. Es bonito e interesante como fenómeno, pero lo que hay debajo es lo que provoca lo que tú ves fuera. Es decir, lo que no ves provoca lo que ves. El crimen para mí es eso. Describes lo que ves, es divertido, cruel al mismo tiempo, todo lo que queráis, pero lo realmente interesante es lo que va por debajo, la profundidad.

Es igual en el surf. Muchos surferos mueren ahogados porque se desorientan debajo de la ola y en vez de ir hacia fuera nadan hacia el fondo y mueren, o porque se rompen la cabeza contra el fondo. Lo primero que tienen que aprender para no salir heridos es cómo funcionan las olas y qué pasa debajo de ellas. Vale también para el crimen.

Nonas de octubre: el día que Roma prohibió las bacanales

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Bacchanale devant une statue de Pan, Nicolas Poussin, 1633.

El asunto comenzó con la llegada a Etruria de un griego de bajo nacimiento que no poseía ninguna de las numerosas artes que difundió entre nosotros el pueblo que con más éxito cultivó la mente y el cuerpo. Era una especie de practicante de cultos y adivino, pero no de aquellos que inducen a error a los hombres enseñando abiertamente sus supersticiones por dinero, sino un sacerdote de misterios secretos y nocturnos. Al principio, estos se divulgaron solo entre unos pocos; después, empezaron a extenderse tanto entre hombres como entre mujeres, aumentando su atractivo mediante los placeres del vino y los banquetes para aumentar el número de sus seguidores. Una vez el vino, la noche, la promiscuidad de sexos y la mezcla de edades tiernas y adultas calentaban sus ánimos, apagando todo el sentido del pudor, daban comienzo los excesos de toda clase, pues todos tenían a mano la satisfacción del deseo al que más le inclinaba su naturaleza […].

Una vez los misterios hubieron asumido aquel carácter promiscuo, con los hombres mezclados con las mujeres en licenciosas orgías nocturnas, no quedó ningún crimen y ninguna acción vergonzosa por perpetrarse allí. Se producían más prácticas vergonzantes entre hombres que entre hombres y mujeres. Quien no se sometiera al ultraje o se mostrara remiso a los malos actos, era sacrificado como víctima. No considerar nada como impío o criminal era la misma cúspide de su religión. Los hombres, como posesos, gritaban profecías entre las frenéticas contorsiones de sus cuerpos; las matronas, vestidas como bacantes, con los cabellos en desorden, se precipitaban hacia el Tíber con antorchas encendidas, las metían en las aguas y las sacaban aún encendidas, pues contenían azufre vivo y cal. Los hombres ataban a algunas personas a máquinas y las echaban en cuevas ocultas, y se decía por ello que habían sido arrebatadas; se trataba de quienes se habían negado a unirse a su conspiración, tomar parte en sus crímenes o someterse a los ultrajes sexuales. Era una inmensa multitud, casi una segunda población, y entre ellos se encontraban algunos hombres y mujeres de familias nobles.

Tito Livio, Historia de Roma, 39. Traducción de Antonio Diego Duarte Sánchez.

Habría que haberle visto la cara a Espurio Postumio Albino, de profesión cónsul de Roma, cuando se encontró con semejante pastel en el 186 a. C. «Una inmensa multitud» de ciudadanos libres, «casi una segunda población» de la capital, se daban citan regularmente en el bosque de Simila, cerca del Aventino, y al abrigo de la noche se entregaban secretamente a estos «excesos de toda clase» que cuenta Tito Livio, tan prudente él con los adjetivos.

No cuesta mucho imaginar la escena, ¿verdad? No después de aquella Calígula que escribió Gore Vidal, por ejemplo, con todo aquel felpuderío setentón al compás de Prokófiev, o después del Satiricón que hizo Fellini. O de toda la pornografía rasa que se ha ambientado en la era romana, sin ir más lejos, animada precisamente por episodios históricos como el de estas bacchanalia, que hoy llamamos bacanales, convertidas casi en la metonimia misma del estilo de vida en aquella civilización que duró más de mil años, en particular —y equivocadamente— cuando se trata se glosar su final. Ahí están, si no, los cuadros de Alma-Tadema, de Levêque o de Couture, que cuando quiso pintar sus Romanos de la decadencia en 1847 no se rompió la cabeza y las retrató a ellas enseñando los pechos bailongos, a ellos coronados de hojas de vid —lo que quiere decir que pedo como piojos— y revolcándose afanosamente los unos con los otros.

Lo sencillo sería decir que exageramos confiriéndoles a los romanos esta reputación, pero es que según Tito Livio, bastante más romano él que cualquiera de los presentes, no solo no exageramos, sino que hasta podríamos quedarnos cortos. En el siglo II a. C., escribió en sus Ab Urbe condita libri —los Libros desde la fundación de la Ciudad, que así es como tituló originalmente su Historia de Roma—, incluso muchos patricios de noble cuna le habían cogido el gusto a las bacanales, reuniones tres en uno de botellón, misa y cruising en el bosque que se celebraban en honor al dios Baco por celebrarlas en honor de alguno, más que nada, ya que allí, según el historiador, se iba fundamentalmente a lo que se iba. Cuando el mondongo llegó a oídos de la República, la suma sacerdotisa de estas bacanales, una tal Paculla Annia, había tenido que cambiar ya el rito para acomodar el aforo de la capital y celebrarlas no tres veces al año, como empezó haciéndose, sino cinco veces al mes. Tito Livio cuenta que, cuando el Senado las prohibió ese mismo año, descubrió que estaban en el ajo siete mil ciudadanos, de los que podría haberse ejecutado a seis mil. Que se dice pronto.

Pero los hechos son una cosa, como todo el mundo sabe, y otra bien distinta las interpretaciones. La razón del éxito de estas bacanales no está, como dice el historiador, en que los allí reunidos fueran, sin más, más marranos que el agua de fregar. La causa de semejante congregación la explicó y muy bien san Juan de la Cruz, por citar el ejemplo que nos pilla más cerca, cuando su esposa del Cántico espiritual habló de ir a amar al esposo mejor «al monte o al collado, do mana el agua pura» y a entrar «más adentro en la espesura»: no hay amor más perfecto que el que acontece entre el follaje, valga la redundancia, y con el primero que pase, en particular cuando lo que uno pretende con ese amor es hacérselo al mismo dios. Es algo en lo que han coincidido reveladoramente los místicos —aquellos que buscan la unión en vida con el dios— de todos los siglos y religiones, desde San Juan de la Cruz a los pitagóricos griegos, y que los bacantes de Roma se tomaban con bastante más literalidad que la mayoría, seguramente, porque unirse a un dios no solo no era algo herético —«no considerar nada como impío […]  era la misma cúspide de su religión», nos explica Tito Livio—, sino porque, además, los latinos eran gente animista, lo que funde en uno los conceptos mismos de naturaleza y divinidad.

Las tinieblas son sagradas

Para entender la entidad religiosa de las bacanales, sin embargo, hace falta irse a Grecia y rebobinar varios siglos en la historia hasta el momento legendario —fíjense si habremos rebobinado— en el que el músico Orfeo paseaba una buena mañana por los montes de Tracia y un grupo de bacantes, mujeres todas entregadas al culto a Dionisos —el correlato griego de Baco—, le propusieron allí yacer como yacían las bacantes, que era con mucho arrebato y mucha pasión y muy como Demi Moore en Acoso, para hacernos una idea. Orfeo rechazó la oferta, bien porque había jurado castidad tras su intento fallido de rescatar a Eurídice del Hades, según la versión del mito más extendida, bien porque «para los pueblos tracios fue el autor de transferir el amor hacia los tiernos varones», según reseña Ovidio en las Metamorfosis, e incluso porque fuera hijo, sacerdote, discípulo o amante del mismísimo Apolo, un dios enfrentado a Dionisos en el plano cosmogónico. El caso es que las bacantes —o ménades, ninfas que adoraban al mismo dios— se ofendieron, lo sometieron al sexo igualmente y acabaron despedazándolo.

Pura ficción, claro. De hecho, Orfeo es un personaje que muchos paleolingüistas e historiadores creen haber encontrado en textos teológicos de varias civilizaciones indoeuropeas, entre ellas el Poema de Gilgamesh y el Mahábharata hindú, de modo que sería ingenuo considerar que su legendario asesinato tuviera algo que ver, aunque fuese remotamente, con un hecho real ocurrido en Tracia. Para acabar de rematar la sospecha de que estamos ante una ficción elaborada ex profeso, la historia de su muerte —que no mencionan los autores más antiguos, como Homero o Hesíodo— es la anécdota mítica en la que se fundamentó el orfismo, un culto mistérico al que se atribuye si no la invención de las bacanales, sí su perpetuación a través de los siglos. Fuese litúrgicamente y delegando el rito en símbolos —que es lo que harían los orfistas en sus ritos mistéricos— o de modo más o menos literal —y en este caso muchos autores prefieren atribuirlo al dionisismo, un culto emparentado estrechamente con el orfismo—, una bacanal no consiste más que en  escenificar la muerte del legendario poeta a manos de las sacerdotisas de Dionisos.

Según Eurípides, que habría conocido el rito de primera mano durante su exilio en Macedonia, este constaba antiguamente de tres partes, o así es como lo retrató en su tragedia Las bacantes. La primera era la oribasia, el retiro de las mujeres al monte para celebrar orgías sagradas, algo que conocemos también a través de la propia religión olímpica dominante, que en algunas de sus antiguas fiestas religiosas agrarias —las Leneas áticas o las Thyiadas en Delfos— conservaba vestigios de este ritual órfico. La segunda parte de la bacanal, cuando las bacantes son presa ya del paroxismo y el frenesí —algo que los expertos de hoy no saben si achacar al sexo, la droga o la sugestión, cuando no a las tres a la vez— es el diasparagmos, el sacrificio de un animal, normalmente una cabra que representa a Dionisos a través de su relación con el dios Pan y que conmemora la muerte de Orfeo. La tercera y última es la homofagia, la ingesta de su carne cruda. En Las bacantes Eurípides pone en boca del mismísimo Dionisos la naturaleza hermética del culto en su honor —«está prohibido que los mortales no iniciados» lo conozcan, especifica el personaje— y la condición nocturna de sus ritos: «Las tinieblas», le dice el dios, «son sagradas». El secreto, en otras palabras, era consustancial a las bacanales.

Pese al oscurantismo con el que trató Tito Livio la llegada a Italia de estas celebraciones —que comenzaron, según él, «con la llegada a Etruria de un griego de bajo nacimiento»—, en realidad es lo menos enigmático de todo el asunto. Fue en las colonias helenas en Italia, en la Magna Grecia y Sicilia, donde el orfismo acabó sobreviviendo a la regresión que experimentó en Grecia durante la época clásica y a los posteriores episodios de persecución. De hecho el prófugo religioso más célebre de la época, Pitágoras, eligió Crotona para refundar en cierto modo esta religión, cuya doctrina incorporó al pitagorismo del que sería epónimo y en el que conjuró ciencia y razón, filosofía y el culto esotérico a Orfeo. Estamos en el año 522 a. C., a solo trece años y seiscientos kilómetros de la expulsión en Roma de Tarquinio el Soberbio y de la reconversión de la ciudad en una próspera república. Lo de los siete mil romanos haciendo el guarro en el Aventino ocurrió poco más de trescientos años después, que en esta cronología de milenios es como decir un plis.

Roma sí paga a traidores

A Tito Livio, de hecho, conviene no hacerle tampoco demasiado caso porque los cronistas romanos de la época tenían el tic de aquello que no supieran, inventárselo. Para ellos la historia no era una disciplina académica sino fundamentalmente política y recordar, para más funfún, que aunque el episodio de las bacanales ocurriera en el 186 a. C., los Ab Urbe condita libri donde lo describe se empezaron a publicar en el 27 a. C., justo cuando Roma se convirtió en imperio. Estamos en la misma época, para hacernos una idea, en la que Augusto, el primer emperador, le encargó a Virgilio una gran epopeya fundacional —la Eneida— que otorgase a Roma una misión trascendente en el mundo, el famoso imperium sine fine, que justificase a su vez el sistema imperial. La Historia de Roma de Tito Livio, en otras palabras, empalma con la Eneida y cuenta la historia romana desde Eneas vendiendo la burra política que se impuso en la transición imperial. En este caso se trataba de asegurar que Roma había sufrido en el pasado una epidemia moral de enormes proporciones cuya reedición podría atajar con más facilidad un emperador que una lenta y burocrática cámara de gobierno.  

Sin embargo el propio texto de Livio, de finales del siglo I a. C., traiciona esta dramatización moralista de los hechos al consignar las razones que el cónsul Postumio expuso ante el Senado en el 186 a. C. para atajar las bacanales, que fundamentalmente aludían al tamaño de la convocatoria, a su carácter secreto y a su condición subversiva. «A menos que toméis precauciones», clamó ante los senadores entonces, «a esta asamblea convocada legalmente por un cónsul a la luz del día se enfrentará otra que se reúne en la oscuridad de la noche». Por una copia que se encontró en 1648 y que se expone hoy en el Museo de Historia del Arte de Viena, sabemos también que cuando la cámara decretó su feroz Senatus Consultum de Bacchanalibus para neutralizar las bacanales, en realidad no prohibió la promiscuidad ni el consumo de psicofármacos en Roma, sino la reunión de más de cinco bacantes.

Es más: una de las grandes benefactoras de la represión de estas celebraciones, a la que Roma recompensó después con 100.000 ases y privilegios políticos, fue una prostituta liberta de nombre Fecenia Hispala. Fue ella quien delató a los bacantes ante los cónsules cuando su amante, un muchacho libre llamado Publio Ebucio, iba a ser iniciado en los misterios de Baco. Tito Livio nos cuenta que a ella, que participó siendo joven en las bacanales, le espantaban los «ultrajes inconcebibles» a los que se vería sometido él, y así ambos acabaron denunciando las celebraciones secretas ante el mismísimo cónsul. ¿Eran tan terribles estos ultrajes? Seguramente no. Para empezar, era la propia madre de Ebucio quien pretendía iniciarlo en el culto y sabemos que incluso la suma sacerdotisa de Baco había iniciado a los suyos, Minio y Herenio Cerrinio, en los misterios. Fuese una maniobra interesada o simples celos —tratándose de romanos podemos descartar el fanatismo religioso—, lo cierto es que la delación de Fecenia Hispala desató el horror en Roma. «Hubo un gran pánico en toda la ciudad, y no solo confinado a los límites de Roma, pues el terror se diseminó por toda Italia», cuenta Tito Livio. «Muchos fueron cogidos tratando de escapar y traídos de vuelta por los guardias apostados en las puertas. Otros, hombres y mujeres, se suicidaron. Se dijo que en la conspiración había implicadas más de siete mil personas».

Como explica Antonio Escohotado sobre este asunto en su Historia general de las drogas, el verdadero interés de estos hechos radica en el empeño puesto en la Roma imperial en declarar las bacanales «peste moral» y «crimen contra la salus publica» y justificar así el mecanismo para atajarlo, «que parece basado en el derecho y la razón civil, pero desencadena una suspensión general de la juridicidad y el raciocinio en favor de métodos simplemente fulminatorios». No mucho tiempo después Roma, hasta entonces un pueblo más bien tolerante cuando se trataba de la vida privada de las personas, desplegaría estos mecanismos que legitimó en su represión de los bacantes en una persecución que los milenios hicieron bastante más conocida: la de los cristianos. Unos adoraban a Cristo con solemnidad y los otros a Baco en fiestas de vino, sexo y promiscuidad, pero ambos recibieron el mismo trato. En el fondo, queda claro, no estamos hablando de cosas tan distintas.

Narcocine: la vida en la frontera

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El culto al fuera de la ley no es un fenómeno reciente, pero Hollywood ha propiciado un género completo dedicado al gánster. La muerte del capo Tony Montana en Scarface es un ejemplo de sublimación de la violencia, de rebeldía, definitivo. La película de Brian de Palma causó una gran impresión en todo el mundo, pero marcaría un antes y un después en el cine mexicano. El narcotráfico ya era tema central en la sociedad y en su música, los corridos, que llevaban décadas contando historias sobre contrabando. El narcocorrido se hizo tan popular como los jefes de los cárteles de la droga, que también eran protagonistas de estas canciones. El cine no tardaría mucho en llevarlas a la pantalla, dando lugar al narcocine, en el que nunca la ficción se ha metamorfoseado tanto con la realidad de un país. La situación límite en que viven muchos territorios ha sido volcada en películas donde se honra la figura del capo como héroe local. No solo eso, sino que más de un capo y más de dos han aparecido en pantalla o en los créditos. Todavía recordamos las noticias sobre el Chapo Guzmán y su deseo de protagonizar su propio biopic tras fugarse de la cárcel.

El traficante de drogas, tal y como cantan los narcocorridos, quería ser retratado como un héroe de leyenda que hacía el bien a los más necesitados, como San Jesús Malverde. A comienzos de los ochenta, la dura política de Reagan contra el narco provocó una reacción positiva de la opinión pública a favor de estas bandas. Fue cuando el «cine de frontera» y los narcocorridos tuvieron años de esplendor y enorme favor del público, tanto en México como en el sur de Estados Unidos. El mercado del narcocine siguió imparable a través del vídeo, ahora el DVD y las distribuidoras que lo llevaban al mercado hispanohablante de Estados Unidos. Se hacían más de cuatrocientas películas al año, y el interés y la simpatía del público por las correrías de los narcos no parecían decaer. En el año 2006, en una decisión propia de sainete, las autoridades mexicanas prohibieron la venta de estas películas, así como de los discos de narcocorridos. Desde entonces solo se pueden comprar en el sur de Estados Unidos y en copias piratas en mercadillos locales. Mientras, en la televisión por cable se ofrecen las películas y series americanas creadas sobre la idea del narco (Breaking Bad, The Cartel, Narcos, The Counselor…).

Existe un enorme mercado de narcocorridos en Colombia, tan fiero como el mexicano. Su cine, sin embargo, va por derroteros muy distintos. Es un cine que ha sorprendido en más de una ocasión por sus propuestas acerca de la miseria y la marginalidad centradas en la figura del sicario. El clásico mercenario es ahora un forajido adolescente cuyos códigos de conducta son una mezcla entre los antihéroes de la cultura pop y los personajes de los narcocorridos, unidos en el más auténtico mensaje nihilista que una generación haya podido entonar. Algunas de las mejores películas del cine del continente se han hecho sobre este particular. Brasil tiene varias, y son de las más crudas y sobresalientes. La proliferación de este cine es una muestra de que la situación, a causa del aumento de las diferencias económicas y de los efectos globales de la comunicación, ha extendido más el problema. Lo hacen visible, ideal para el mercado de consumo, pero completamente invisible para su solución.

1. La virgen de los sicarios (Barbet Schroeder, Colombia-Francia, 2000)

El director franco-iraní Barbet Schroeder pasó parte de su infancia en Bogotá, y ya en los setenta escribió un guion sobre la violencia en aquella ciudad titulado Machete, que resultó premonitorio. Cuando conoció la novela homónima de Fernando Vallejo (1994), no se lo pensó dos veces. Esta película concentró la atención del mundo por la fama de su director y el arriesgado argumento. Vallejo revela su peripecia al volver a Medellín tras una ausencia de años. Donde estuvo la localidad provinciana de su juventud hay una monstruosa urbe devastada por la violencia. El protagonista solo encuentra consuelo en la relación amorosa con un joven sicario, quien, como los demás niños, frecuenta la iglesia de la Virgen de Sabaneta para que le bendiga y le sirve de guía en un descenso a los infiernos de las comunas (las barriadas que se apilan en las colinas de Medellín), los asesinatos y la muerte. Los monólogos hastiados del escritor encuentran un contrapunto en los silencios del adolescente, mientras la pareja deambula por la ciudad, camino de un destino trágico.

2. Rodrigo D: No futuro (Víctor Gaviria, Colombia, 1990)

Primera obra del aclamado Víctor Gaviria y rodada con actores amateurs, era un falso documental sobre la escena punk de las comunas del norte de Medellín que causó gran escándalo al ofrecer una cara de la ciudad que nunca se había puesto en pantalla: unos críos que tenían sus propias reglas, hasta su propia jerga (el parlare) y no dudaban en utilizar la violencia. Es escalofriante por la verdad que contiene: los inútiles esfuerzos por hacerse con una batería para tocar en un grupo del protagonista (interpretado por el cantante Ramiro Meneses, músico de Mutantex), que solo llega a conseguir las baquetas fabricadas en una carpintería. Los planos vertiginosos sobre las calles del arrabal, las carreras en moto, el ambiente de tensión y absoluta pobreza… Solo canciones punk para gritar unos días. La tragedia salta de la pantalla, pues algunos de los protagonistas, como ya sucedió con algunos actores del cine quinqui español, murieron antes de cumplir los veinte años.

3. La banda del carro rojo (Rubén Galindo, México, 1978)

En 1976, Producciones Potosí ponía en imágenes uno de los primeros éxitos de Los Tigres del Norte, «Contrabando y traición», dirigido por Arturo Martínez, sobre la historia de Emilio Varela y Camelia la Texana. La canción estaba inspirada en un hecho real, el romance trágico entre dos narcotraficantes de marihuana. El taquillazo tendría numerosas y populares secuelas. Poco después, Filmadora Chapultepec, una de las productoras más veteranas del país, especialista en wéstern norteño, adaptó otro hit de los Tigres, «La banda del carro rojo». La película es un drama sobre las desventuras de dos hermanos y sus dos amigos, obligados por las malas cosechas a llevar varios cargamentos de drogas al otro lado de la frontera. Los protagonistas, el director Fernando Almada y su hermano, el actor Mario Almada, son dos instituciones en el cine de aquel país e interpretan con solvencia los papeles, acompañados, entre otros, del hijo de Pedro Infante. Recoge elementos de los wésterns de Leone y Peckinpah, además, por supuesto, de la aparición estelar de los Tigres del Norte.

4. Miss Bala (Gerardo Naranjo, México, 2011)

Dos amigas de una barriada pobre de Tijuana son aceptadas como aspirantes al concurso de Miss Baja California. En una fiesta clandestina donde participan varios agentes de la DEA se produce un ataque de sicarios. Una de las chicas consigue escapar del tiroteo, pero al denunciar su situación a la policía es entregada a los pistoleros. El jefe del grupo la usará como objeto sexual, correo de dinero y cebo para atraer a otros rivales, mientras ella gana el concurso por orden de los sicarios, pero en estado de shock entre tiros y persecuciones. El final, mucho más que si hubiese acabado con la muerte de la protagonista, resulta estremecedor. Las mujeres no tienen demasiado protagonismo en este género, salvo como adornos o en la modalidad de líderes de narcos (siguiendo la novela La reina del sur), y si aparecen es como en esta tristísima película, que las retrata como seres indefensos y sumisos ante una situación fuera de control. Miss Bala tuvo mucha repercusión tras su paso por el Festival de Cannes y por estar inspirada en el caso de Miss Narco, la modelo Laura Zúñiga, que fue detenida junto a varios narcos en una operación de la policía.

5. Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, Brasil, 2002)

Nunca una película brasileña había llegado a tanta gente, incluso estuvo nominada a los Premios Óscar de Hollywood. Esta preciosista recreación de la vida de un grupo de niños en una favela a lo largo de tres décadas fue vista por millones de personas, dentro y fuera de su país. Puede que fuese la ambientación en los años setenta de la primera parte lo que atrajo al gran público, siempre ávido de tendencias kitsch, aparte de la historia de amistad, las dosis de violencia y unas actuaciones, como siempre, extraordinarias, al ser los actores meninos da rua escogidos no por la dirección de la película, sino por los propios sicarios, que exigieron una serie de condiciones para el rodaje. Más allá de las obvias virtudes de la película, resulta paradójico contemplar su influencia en Brasil. El documental de 2013, Ciudad de Dios, diez años después (Luciano Vidigal), narra el destino de sus protagonistas y cómo los terrenos de la favela y alrededores subieron «milagrosamente» de precio, obligando a sus habitantes a mudarse a otras infraviviendas. En su lugar hay casas nuevas para familias de clase media con conciencia.

6. Pixote: a Lei do Mais Fraco (Héctor Babenco, Brasil, 1981)

Pixote es un recorrido infernal por São Paulo, y podría ser un documental acerca de los niños que pasan el tiempo entre la calle y los reformatorios, donde son maltratados y a veces ejecutados. El argentino Héctor Babenco, también de adolescencia problemática, preparó Pixote durante un par de años en las favelas de la ciudad, primero, con un casting para escoger a los actores. De entre mil y pico críos salió el protagonista, Fernando Ramos da Silva, un niño de diez años que compone un Pixote que sabemos que es su propio personaje, igual que el de los demás actores, magnífico. La película provocó entusiasmo y escándalo a partes iguales. Fue un gran éxito en taquilla y de crítica, pero generó gran polémica al mostrar escenas que, hoy en día, aunque han sido superadas en el cine, siguen siendo muy difíciles de contemplar, porque no abusan de efectos violentos y se muestran en toda su crudeza. Fernando, el niño que daba vida a Pixote, como en la ficción-realidad, terminó sus días volviendo a las favelas porque no pudo seguir en el cine (apenas sabía leer) y murió acribillado por la policía en un incidente todavía sin aclarar.

7. Heli (Amat Escalante, México, 2013)

No hay duda de que un tema reservado casi al consumo clandestino y realizado por la serie B y Z de su país ha traspasado el interés del público local para convertirse en objeto de culto por las minorías de festivales, críticos y aficionados. El último ejemplo, esta película que ganó el premio al mejor director del festival de Cannes y que traza un brutal barrido sobre la realidad mexicana, implicando a los cárteles de la droga y los militares, que apenas se diferencian en las formas de actuación y en sus demostraciones de hiperviolencia. Al lado de Heli y sus imágenes sobre el entrenamiento de adolescentes y las torturas que sufren los protagonistas, películas como La chaqueta metálica y el género del torture-porn se quedan en una broma ridícula. Las víctimas, siempre los hijos de la pobreza, una generación de niños y jóvenes perdida en manos de los cárteles, los asesinos institucionales y la absoluta desidia de la autoridad. El indecible sufrimiento por el que pasa la familia de la película ya no es un símbolo del narcocine, sino del narco-Estado: la disolución absoluta del sistema, el caos a pleno sol, para goce del primer mundo, que aplaude desde lejos estas demostraciones de brutalidad a lo Bruno Dumont.

8. La vendedora de rosas (Víctor Gaviria, Colombia, 1998)

Víctor Gaviria tiene hasta la fecha su mayor éxito en esta libre adaptación del cuento de H. C. Andersen, sobre las terribles penalidades que unos niños de los arrabales de la ciudad sufren desde la noche de la víspera al día de Navidad, sin otro recurso que matar o morir. En la película, como ya había hecho en Rodrigo D: No futuro, solo actúan chicos de las comunas. La protagonista huye de su casa para vender rosas por los bares de la ciudad, acompañada de un grupo de niños y niñas que inhalan pegamento y roban coches. Gaviria escribió este guion sobre la historia real de Mónica Rodríguez, la cabecilla de una red de niños ladrones a la que seleccionó como protagonista para la película. Por problemas de presupuesto el rodaje se pospuso un par de años y el director prefirió para el papel a Lady Tabares, la amiga de Mónica, que demostró tener un asombroso talento para la interpretación. Mónica murió en un tiroteo a los pocos días de comenzar el rodaje. Lady corrió mejor suerte; solo ha estado, de momento, doce años condenada a prisión.

9. El infierno (Luis Estrada, México, 2010)

En La ley de Herodes (1999), Estrada demostró gran talento para la comedia negra. En El infierno vuelve sobre el mismo tema, pero utilizando los códigos del género de narcotraficantes. Las peripecias de un deportado mexicano de Estados Unidos que vuelve a su pueblo tras veinte años, en el año del bicentenario, y lo encuentra peor que cuando lo dejó, sumido en una guerra de cárteles encabezados por una familia esperpéntica que maneja el dinero y controla todo el poder. El pueblo se llama, irónicamente, San Arcángel Gabriel y el protagonista ve cómo su vida se convierte en una pesadilla de balaceras, traiciones y abusos, transformado él mismo en un sicario vestido de opereta. Los momentos de comedia son hilarantes (la escena del cementerio, en la que el sacerdote, exhausto, oficia entierros a toda velocidad por la cantidad de muertos del día) y ayudan a soportar el recorrido sobre la espantosa realidad, de la que el narcotráfico solo es una consecuencia. Grandes interpretaciones, música de Los Lobos y una puesta en escena violenta, autoparódica y con claro mensaje.

10. El velador (Natalia Almada, México, 2013)

Documental sobre el cementerio de Culiacán, donde reposan muchos de los jóvenes narcos. México encuentra el penoso equilibrio social a través de la muerte, bien en unas construcciones ostentosas, que parecen como pequeñas villas de vacaciones, palacetes de fantasía, o bien en la zona de las fosas con lápidas de plástico y faldones. A pesar de todo, sigue siendo una zona de guerra, atravesada por las noticias de ejecuciones y desaparecidos, siempre con los retratos de los muertos, que posan como héroes de acción en compañía de sus armas. Las mujeres limpian las tumbas y el horror se intercambia con el silencio de las noches, donde solo se escuchan los tiros a lo lejos, y el estruendo del día, cuando el cementerio es como una feria ambulante con familias, entierros, orquestas y pícnics. El guardia nocturno (el velador) recorre este paisaje extraño con respeto, pero también con la seguridad de que allí no va a encontrar ninguna aparición peligrosa.  

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